domingo, junio 11, 2006

1.- LA COMODA DE SAN JUAN

LA COMODA DE SAN JUAN
A principios de los ochenta aconteció en Vizcaya una historia veraz, propia del romanticismo alemán. Todo comenzó en el mágico enclave de las Encartaciones, en concreto en las entrañas del valle de Salcedo. Se cuenta que un hombre se enamoró de una joven y trató de seducirla durante semanas, hasta acabar desquiciándola, enloqueciendo a su marido y destruyendo su futuro. El hombre se llamaba Mauro Elvira y junto con su hermano mayor, Román, hacían a decir de muchos, los muebles mejor acabados y más bellos de toda la comarca de las Encartaciones. Aquí relataremos dicha historia.
Para llegar a lo más profundo del valle de Salcedo hay que atravesar parajes únicos, llenos de montes bortales, hayedos y robledales mixtos. El lugar está cubierto por una mullida extensión de bosques y prados que despiertan una sensación de sosiego al adentrarte en sus caminos. Los Elvira, vivieron varias generaciones en una de las propiedades que se reparten por este valle. Hoy su caserío está abandonado. La piedra desaparece entre zarzas y maleza. El tejado se vino abajo y del establo, en otro tiempo lleno de vacas montxinas, y de la carpintería contigua, apenas quedan unos escombros. Bajo esos escombros, como víctimas inocentes de un pasado traumático, se ocultan algunas herramientas herrumbrosas. Sus tierras, antaño pobladas de robles y cipreses y abedules, se hallan ahora replantadas de coníferas, en especial pino y pícea blanca, cuya madera es tratada de manera industrial para la fabricación de muebles.
Los hermanos Elvira heredaron todos los bienes y todos los sufrimientos familiares. Román se benefició de lo mejor de sus antepasados: una mente clara, un cuerpo fuerte y un rostro encantador. Y eso se reflejaba en su personalidad. Siempre preparado para afrontar el trabajo, siempre animado y dispuesto a lo que fuera.
En cambio, para Mauro no había llegado la suerte y se tuvo que conformar con las debilidades de la familia. Tras pasar una niñez llena de complicaciones se convirtió en un hombre malcarado, aprensivo y completamente inmerso en su vida interior. En su infancia sobrevivió al sarampión, a la varicela, a una meningitis y a la caída desde el tejado cuando ayudaba a retejar. Como consecuencia de todo ello le quedaron cicatrices, costras, la columna dañada y un pie inútil que le provocaba cojera. Solía caminar encorvado, mirando al suelo, perdiéndose las maravillosas vistas de su entorno y despreciando cuanto de bueno se le ofrecía por su habilidad con la madera. Porque es justo reconocer que el verdadero artesano era él. Román se encargada de las cuentas, de los contactos, de la clientela y de subir a la capital, Balmaseda, en busca de los pedidos de madera, pero en la carpintería era un mero ayudante de su hermano menor.
El taller distaba cincuenta pasos de la vivienda. Sin ser grande, permitía tener una zona apartada de exposición que hacía las veces de recepción para los clientes. En general eran comerciales de empresas mayores, que venían con encargos puntuales de sus compradores, pero a veces, llevados por el ansia de diseñar sus propios muebles, acudían particulares. Por eso, en la carretera comarcal, tuvieron que poner un cartel para que la gente no se extraviara en la maraña de caminos: tantos como caseríos. Un lacónico CARPINTERIA ELVIRA señalaba el acceso para los desconocidos.
En momentos de desánimo Román recriminaba a su hermano la actitud que tenía con él. Por Mauro había dejado pasar varias oportunidades de salir del caserío, de formar una familia y tal vez tener su propia empresa. Pero lo cierto es que le gustaba estar con su hermano, servirle de lazarillo. Sabía que le necesitaba y por esa razón soportaba su mal humor y por eso dejaba que le castigara con su menosprecio. Así que aguantaba todo. Venían los clientes y mientras esperaban ser atendidos, tras la cristalera que les separaba del taller, Mauro le trataba como un tirano. Hacía que sostuviera piezas en el aire para humillarle, con la única excusa de que apreciaba mejor la curvatura. Le pedía herramientas innecesarias por el placer de verle obedecer o simplemente le dedicaba insultos a grandes voces para dar a entender quién mandaba.
En marzo del año ochenta y uno esto era el pan de cada día. La fecha concreta es fácil de recordar, no sólo porque era viernes y trece, sino porque fue el comienzo de un calvario que no acabaría hasta siete meses más tarde.
Ese viernes llovía y un ligero viento norte empujaba las nubes a cámara lenta, desmigándolas como trozos de pan mojado. En tanto que en la tierra rezaban para que escampara, la estela de algún reactor lejano crucificaba el cielo gris. Los dos hermanos habían empezado la jornada igual que siempre. Román madrugando para ordeñar las montxinas, después un desayuno frugal y al taller. Mauro, en cuanto oía a su hermano en la cocina, se levantaba y entraba al baño. No se miraba en el espejo, sabía todo lo que había que saber sobre su aspecto. Se aseaba con desgana y con el cálculo exacto sobre los movimientos de su hermano se asomaba a la ventana para verle dirigirse a la carpintería. Seguidamente bajaba a desayunar, cosa que hacía con parsimonia; consultaba el reloj y salía, con la cabeza inclinada, en dirección al trabajo.
A media mañana una pareja, acompañada de un perro saltarín, apareció tras el cristal. Román, como de costumbre, salió a atenderles. Se habían acercado hasta allí para encargar un dormitorio completo, según dijo el chico. Alto y apuesto, él, cuyo nombre era Carlos San Juan, no paraba de hablar. La chica, por contra, no abría la boca, sólo asentía a cada frase de su enamorado. Al fondo del taller Mauro se desconcentró con los ladridos del animal. Dejó la tarea y se acercó con el ánimo encendido, buscando pelea. Sus intenciones se disolvieron como una aspirina en un vaso de agua cuando se fijo en Roberta, pues así se llamaba ella, y desde ese mismo instante decidió que aquella joven tenía que ser suya. Un momento después estaba delante de ellos, mudado el rostro, trocado su humor, dispuesto a ser otro distinto a quien era.
Se interesó vivamente por sus nuevos clientes, quiso saber al detalle el tipo de muebles que buscaban y no puso el menor reparo a sus deseos. Todo lo que el joven dijo fue a parar a su libreta: una cama con cabecero labrado, dos mesillas a juego con cajón y hueco abajo, un armario de tres cuerpos, de aperturas inversas y con espejo en la puerta central y una cómoda de cuatro cajones con incrustaciones en hueso, como habían visto en una reliquia familiar que les había encantado. Madera de cerezo, requisito y antojo de ella. Su Roberta.
Sin duda, si los jóvenes hubieran conocido la relación de aquellos hermanos se habrían sorprendido enormemente de la simpatía mostrada por Mauro e incluso hubieran sabido interpretar las miradas que su hermano Román le echaba. Pero como no estaban al tanto, Mauro les pareció servicial y amable. Su hermano le miraba embobado, viéndole tan locuaz y simpático. Hasta le dio la impresión que no arrastraba apenas el pie y que caminaba más erguido. Más tarde, hecho el encargo, Román trató que Mauro le explicara su reacción, pero no obtuvo contestación.
Transcurridos unos días se sintió satisfecho de los bocetos y quiso enseñárselos a la pareja de novios. La verdad, sólo deseaba ver a Roberta pero no sabía cómo conseguirlo. La llamó por teléfono, esperanzado de que su novio no pudiera acudir a ver los dibujos. Ella le explicó que Carlos trabajaba pero no había ningún problema porque iría sola. Así que quedaron para el día siguiente.
Al contrario que en la primera visita el sol estaba presente y aunque todavía no calentaba era agradable estar bajo sus rayos. Roberta descendió de su automóvil seguida del perro saltarín. Más tarde, entre risas, le explicaría a Mauro que Carlos quería a su perro más que a ella. Los dos hermanos esperaban a la puerta de la carpintería, pero enseguida Román desapareció de escena. Ya había comprendido la ambición de Mauro y aunque no le gustaba, dejó que su hermano fuera feliz a su manera.
Le mostró los dibujos, dando su opinión en los remates que se debían incluir a cada mueble y con una muestra de cerezo hizo una demostración en el torno. El mayor trabajo correspondía a la cómoda, las incrustaciones necesitaban un proceso de elaboración complejo y por eso se quedaría para el final. Todo le pareció bien a Roberta, sentía la seguridad de haber acertado con el artesano. Aunque no se le escapaba la forma que tenía Mauro de mirarla estaba acostumbrada a que los hombres la mirasen de ese modo. O eso creía, porque la mirada de Mauro no era igual que la de otros hombres. En realidad, Mauro escondía en su interior algo más fuerte que la atracción física. El deseo carnal era el motor que activaba su codicia pero su verdadera ambición venía dada con el despertar de sus instintos. De repente había visto la salida a su desoladora existencia y Roberta era la llave. Eso es lo que necesitaba, una mujer. Y ella era perfecta, estaba allí, a su lado, escuchando devota sus palabras, y el sentimiento de posesión iba aumentando, cobrando protagonismo.
Esa fue la primera de muchas ocasiones en las que Mauro encontró un pretexto para quedar con ella. Después de los bocetos vino la elección de las tablas. Él pidió que le acompañara a Balmaseda a elegirlas y acudió entre entusiasmada y sorprendida de poder decidir tales pormenores. Estaba tan contenta de verse parte activa en la creación de su hogar que se mostraba conforme con todo. Seguidamente y de forma gradual fueron uno a uno los muebles. Estructura, enchapado, tono del barniz, acabado final. Pasaron las semanas y Roberta ya entraba en casa de los hermanos Elvira, se sentaba a su mesa mientras Mauro preparaba café y hablaban sobre temas que nada tenían que ver con la carpintería. Ella notaba cierto incomodo del hermano pero lo achacaba a que, a fin de cuentas, era una extraña. Su candidez o acaso el no valorar a aquel hombre como tal, le hicieron no darse cuenta de lo que estaba sucediendo. No le importaba coquetear con él, es más, le resultaba divertido pillarle con los ojos fijos en su escote o en sus pantorrillas. Mauro se avergonzaba y apartaba la vista con timidez. Pero la supuesta timidez de Mauro era más bien rencor. Sentía rabia cuando veía aquella sonrisa autosuficiente en el rostro de Roberta. De buena gana la hubiera borrado de un guantazo, pero no debía ser así, ella terminaría por comprender. Entendería por qué su pasión se había desbordado y por qué sus muebles iban a ser los mejores que haría jamás.
Los problemas llegaron a mediados de mayo. Carlos había empezado a impacientarse con tantas idas y venidas, no era celoso, estando con una mujer tan hermosa como Roberta habría sido dramático, pero le irritaba que aquel carpintero necesitara siempre la opinión de su novia en momentos en los que él no podía estar. También Roberta empezaba a sentirse cansada de tantos viajes para resolver insignificancias y así se lo expresó a Mauro en una conversación telefónica. Confiaba en él y no hacía falta que la llamara casi a diario. Los muebles ya estaban prácticamente listos. La cama y las mesillas se hallaban terminadas, el armario quedaba a expensas de unos remates y el armazón de la cómoda estaba preparado para enchapar.
Al escuchar aquellas palabras Mauro acumuló su ira en el cerebro. No podía pensar con claridad. Le había engañado, jugaba con sus sentimientos, aquella mujer era el mismo demonio. No supo reaccionar y colgó el teléfono con una vaga excusa en los labios. Pero los días siguientes le ayudaron a meditar. Roberta estaba indecisa, debía comprender, era necesario que conociera su pasión por ella. Quedaba claro que Carlos la había influido, no era un buen hombre, era posible, incluso, que la maltratase. Eso no pasaría a su lado, él la trataría como a una reina, sin dejar que le faltara de nada. Por eso tenía que volver a verla, para decírselo. Utilizó para ello el último recurso que hubiera querido usar: el monetario. Desde el principio se había negado a cobrar nada del trabajo hasta que éste concluyera pero podía recurrir a la necesidad y reclamar un adelanto, total casi había acabado, no era otro el motivo que ella esgrimió para dejar de verle.
Más resignada que convencida, Roberta accedió a regresar una vez más al caserío de los Elvira. Como las veces anteriores llegó puntual, con su perro saltarín dando brincos y ladrando junto a ella. Mauro la esperaba en el taller, trabajando. Cuando la vio aparecer en la recepción dejó todo y se acercó con rostro circunspecto. Haciendo un esfuerzo por mantener las distancias le explicó lo laborioso que resultaba el tratamiento del hueso para trabajar. Había que cocer, blanquear, proceder al corte correcto para que adquiriera la forma y el tamaño precisos y después pegar, pulir y lacar con barniz especial para garantizar un buen acabado. Aquello le ocuparía todo su tiempo y no podría dedicarse a otros pedidos, lo que suponía retrasos en las entregas y en los pagos, y ellos – incluyó a su hermano, aunque nunca pensara en él- tenían que comer como todo el mundo. Roberta pensó que toda aquella palabrería llevaba una profunda carga de resentimiento, pero no dijo nada, se limitó a pagar la cantidad que habían acordado por teléfono y se dispuso a volver al coche. Mauro entendió que si no actuaba rápido era el fin de sus pretensiones. Guardó el dinero en el bolsillo y tratando de sonreír pidió que le acompañara a dar un paseo, como habían hecho en alguna ocasión, por los alrededores. Pensando más en el animal que en ella misma, Roberta aceptó.
Caminaron un rato sin hablar, ella siguiendo con la mirada las correrías de su perro, Mauro absorto en el camino. Mientras él buscaba las palabras en su corazón y las guiaba hasta la boca, Roberta reflexionaba sobre lo extraño de aquella situación. Mauro no le gustaba, era un hombre feo, pero lo peor es que por dentro lo era más. Al hablar no esperaba que los demás tuvieran opinión propia, exigía respeto pero no respetaba a nadie. Desde el principio tuvo la sensación de que pretendía dominarla y como no le conocía y como el vínculo era una relación laboral fugaz, y además de eso, no estaba acostumbrada a los enfrentamientos o a defender su opinión con energía, daba la impresión de estar de acuerdo con sus razonamientos. Pero no era cierto y aquel día estaba dispuesta a responder con firmeza y a contradecir a Mauro si había ocasión. Por eso, cuando habló por fin, ella no acalló su voz. Mauro pretendía dirigir la conversación hacia lo personal. Su plan era persuadirla de que debía encauzar su vida y que necesitaba a alguien como él. Pero ella no estaba dispuesta a escuchar sus divagaciones y le cortó enseguida, diciendo que no era quién para juzgarla. Mauro, poco acostumbrado a que le replicaran, se encolerizó.
No sabes nada -le dijo- Eres una niña bien que ha vivido toda la vida bajo el amparo de unos padres protectores. ¿Qué quién soy yo para juzgarte? Yo soy el único hombre que te entiende porque te conozco mejor que nadie. Si me dejaras podría hacerte muy feliz. ¿No quieres verlo? ¿No lo ves? ¿Acaso no eres feliz a mi lado, compartiendo mis ideas? Podemos hablar de cualquier cosa y siempre estaremos de acuerdo. ¿No es eso el amor?
Sin pensar, Mauro dio rienda suelta a sus obsesiones. Alzó la voz hasta convertirla en gritos desaforados, asustando al perro y a su dueña. Roberta le miraba con ojos muy abiertos, no dando crédito. Estaba loco, definitivamente el absurdo carpintero estaba majareta perdido. No podía seguir escuchando aquella retahíla de idioteces, así que alzó la mano delante de su rostro, llena de furia.
-Eres un loco Mauro, tengo novio y estoy enamorada de él. No sé qué te puede hacer pensar que me atraigas pero lo siento porque no es así. Si he venido tantas veces aquí es por los muebles, mis muebles, no por ti. Sí, es verdad que siempre me han dado todo hecho y que no tengo grandes ideales. Me gusta vivir así, sin complicaciones y eso no me lo podrías dar tú nunca jamás. ¿Lo entiendes?-
No esperó respuesta, se giró, buscó con la mirada a su perro, que esperaba sentado a unos metros de distancia, y emprendió el camino de regreso. Mauro se delató, como se delatan todos los cobardes cuando la situación se tensa. Corrió tras ella, se postró a sus pies y entre gemidos le pidió perdón. Claudicó antes de ser coronado, dejó el cetro de gobernante de su mundo imaginario para someterse al poder emocional que aquella diosa ejercía sobre su ser. Roberta no pudo sino despreciarle. ¿No te da vergüenza? No me da. ¿Tú eres un hombre? Soy lo que tú quieras que sea. Y así siguieron, ella insultándole, él rebajándose, durante unos minutos. Después llegó el silencio. Ella continuó con paso decidido el regreso, mientras que Mauro, recogiendo su autoestima del suelo, recapacitaba sobre lo ocurrido.
En una hora habían vuelto. Ella dijo que necesitaba entrar al servicio y Mauro se quedó junto al coche, esperando con el perro. Frente al espejo del baño, Roberta descubrió que tenía las mejillas encendidas y que aún le temblaba el pulso. Pero estaba eufórica porque había sido capaz de plantar cara a aquel hombre tan dañino. Se juró no volver nunca más allí y que si algo faltara por hacer se tendría que encargar Carlos. También pensó que lo mejor sería no comentar aquello con su novio porque no sabía las consecuencias que podría acarrear.
Al salir fuera vio a Mauro nuevamente alterado. El perro no estaba y preguntó por él.
-Corrió tras un pájaro y se ha perdido entre los árboles- Respondió Mauro, al tiempo que iniciaba una aproximación al bosque cercano. Los dos empezaron a llamarle, internándose en la maleza primero y en la espesura del bosque después.
Al anochecer el animal no había aparecido. Roberta, deshecha en lágrimas, se marchó con el presentimiento de que no volvería a verlo. Mauro y su hermano Román, que se había sumado a la búsqueda, la consolaron diciendo que no se preocupara, que el perro aparecería. Pero al día siguiente las noticias no fueron buenas. Su novio no se lo tomó bien, como es lógico, porque aquel perro era mucho más que un animal de compañía. Cogió permiso en el trabajo y junto con los hermanos pasó todo el día buscando, pero no halló ni rastro de él. Unos días después lo dieron definitivamente por desaparecido, un animal doméstico no podía sobrevivir tanto tiempo en esas tierras llenas de alimañas.
Entonces Roberta, a pesar de haberse dicho que no lo haría y tal vez llevada por la pesadumbre, le contó a Carlos todo lo ocurrido aquel día. Él, que de por sí era un hombre pacífico, perdió los nervios y fue en busca de Mauro, quería matarlo, ese miserable pervertido aplacaría el odio que le invadía por la desaparición de su fiel amigo. Sólo la fuerza de Román consiguió calmar o más bien frustrar las intenciones de Carlos. Y fue Román quien a partir de ese momento ejerció de mediador para concluir con la relación de trabajo que les unía.
Tuvieron que pasar veinte días para que la cómoda quedara terminada pues Mauro no mintió en lo dificultoso del trabajo. El transporte lo hicieron los dos hermanos personalmente porque había que afrontar la situación por muy embarazosa que fuera. Roberta, esquiva, apenas les abrió la puerta desapareció al fondo de la casa, para no regresar hasta finalizado el trabajo. Subieron el armario, seguido la cama y las mesillas, dejando para el final la obra maestra, como Román había bautizado a la cómoda. En el sobre de la cómoda, encastradas, unas figuras geométricas en hueso, ofrecían un aspecto exquisito. Por su acabado y contraste el color del cerezo, con el blanquísimo superpuesto del hueso pulido, impresionaba. Colocaron los muebles como les fue diciendo Carlos. Montaron las puertas del armario, los cajones y comprobaron bisagras y tiradores. A pesar de la tirantez no hubo prisas, los carpinteros se portaron como profesionales.
Mauro permaneció mudo y cabizbajo todo el tiempo. De reojo miraba a Carlos, que estaba demacrado. Ya al final, antes de irse, quiso cruzar su mirada con la de Roberta, pero ella la evitó. Al pago convenido le siguió una despedida seca que ni siquiera podría llamarse respetuosa. Roberta sostenía la puerta al marchar los hermanos. Ya estaba cerrando cuando le sobrevino una curiosidad y preguntó a Román
-¿El hueso es de vaca?-
Román se encogió de hombros, dijo no saberlo y trasladó la pregunta a su hermano que parado en el rellano se limitó a decir.
-De perro-
El hall de la vivienda se cubrió de funestos nubarrones. Petrificada vio como los ojos de Mauro se hundían en la herida que le acababa de abrir en el estomago. Sonreía victorioso. Roberta, antes de perder el conocimiento, escuchó un rumor de tormenta tras de sí. Carlos había caído de rodillas, sollozando.
La joven pareja se casó en julio, sí, pero empujada por la familia, no por que el amor fuera ya la base. Carlos no había vuelto a ser el mismo. Ni pudo dormir en aquella habitación ni se quitó nunca de la cabeza la imagen de su amado perro. Cruelmente culpaba a Roberta de la tragedia: había incitado al canalla, le había dado pie con su interés y su coqueteo. Ella intentó recuperar su cariño, pero los meses pasaron y el matrimonio no se consumó. Vivían como extraños bajo el mismo techo. Roberta, desesperada, no conciliaba el sueño. A Carlos le consumían las pesadillas. Como no podían estar juntos en el piso sin que hubiera reproches y llanto, cada uno buscaba escapatorias para ausentarse cuanto más tiempo mejor del hogar conyugal. Ninguna de las dos familias se mantuvo al margen, aumentando la ansiedad de aquellos jóvenes señores de San Juan. En algo estaban todos de acuerdo contra Roberta, su belleza no había sido un don sino un castigo divino. Ella soportó la mancha en su honestidad sin poder hacer otra cosa. Él, sin embargo, pudiendo elegir optó por el camino de la locura, seguramente por desidia, por no querer olvidar y porque, en definitiva, no debió amar a su compañera tanto como declaraba.
Trastornado como estaba Carlos, el primer día de noviembre, día de todos los santos, se suicido. La noticia apareció en titulares de los periódicos: “Joven recién casado salta desde la azotea de un edificio” Luego en letra menuda “Su nombre era Carlos San Juan Ferro y su joven esposa, con la que apenas llevaba tres meses casado, tuvo que ser ingresada en el hospital de Cruces en estado de shock”
Roberta se refugió una temporada en casa de unos parientes en La Rioja, no veía a nadie, ni siquiera a sus padres. Su futuro se había arruinado y no acertaba a entenderlo. Pasó meses a la deriva. Se torturó con la idea de suicidarse también. Pero tuvo las fuerzas necesarias para cambiar antes de echar a perder el resto de su vida. Regresó a su ciudad y decidida a no dejarse aconsejar, puso a la venta el piso. Lo vendió con los muebles. Todos menos uno, la cómoda, que todavía hoy conserva.
De los Elvira este narrador no puede dar fe más que de los hechos concretos, recogidos de la propia Roberta, puesto que nadie pudo ponerle sobre su rastro. Los comentarios de sus vecinos del valle y las conjeturas de quien esto escribe, han creado la imagen supuestamente admisible de los hermanos Román y Mauro.