domingo, junio 11, 2006

HOJA DE RUTA

Los 8 relatos publicados están colocados (han salido) en orden inverso. Están por orden alfabético (sin artículos).

Según las Bases cada tinteriano que quiera votarlos deberá enviar sus votos por e-mail al buzón tinterovirtual@gmail.com antes del día 21 inclusive.

De modo que se puedan publicar los resultados entre el 22, 23 y 24 de junio.

Los votos que emitan los participantes del Tintero semanal (con sus nicks conocidos y publicados) serán para otorgar el premio por VOTACIÓN POPULAR, que podrá coincidir o no, con el del Jurado.

Buenas Letras y mucha suerte.

Gracias por vuestra participación y comprensión.

8.- Waiting for the miracle

Waiting for the miracle


Durante cinco años he soñado con ellos casi a diario. Solo si me acostaba rendido por el cansancio o con la cabeza embotada por esa porquería que Conrad tiene la desfachatez de llamar whisky conseguía cuatro, tal vez cinco horas de sueño continuo y vacío de imágenes. Pero lo más frecuente era que, a lo largo de la noche, uno de los dos, a veces los dos juntos, aparecieran en algún momento.
Stephen solía hacerlo con su aspecto habitual: la camisa de cuadros abierta mostrando un triángulo de piel tostada por el sol, los pulgares enganchados en el cinturón que ya no podía ajustar a la cintura y el sombrero de paja que acostumbraba a ponerse cuando tenía que trabajar a mediodía. Venía hacia mí con aire de cansancio infinito, como si acabara de pasar la cosechadora por medio Iowa, y me decía con voz apagada: “Ten cuidado con el arma, Jason, ya sabes que las carga el diablo”, tal como nos decía nuestro padre. O bien me sonreía como hacía cuando éramos pequeños, cuando yo me había metido en algún lío y él venía a echarme una mano: a asustar a los gemelos Copplestone, que siempre se metían conmigo, o a disculparme ante la señora Mulligan porque había saltado su cerca para llegar antes al río. Stephen siempre sonreía arrugando los ojos y abriendo mucho la boca, se le veían todos los dientes, desiguales pero muy blancos. Entonces todo se repetía: oía de nuevo la detonación y volvía a ver su cara ensangrentada, destrozada por el disparo, sin voz, sin expresión, sin sonrisa; una vez más su cuerpo caía al suelo con un ruido sordo contra la madera del piso.
Otras veces era el desconocido de cara borrosa el que aparecía en el fondo del sueño, acercándose despacio pero demasiado lejos como para que pudiera distinguir sus facciones. Yo me empeñaba en enfocar la mirada, me esforzaba por aclarar aquel rostro con la certeza de que todo sería distinto si lograba averiguar quién era el extraño que había entrado en la casa. Pero, por mucho que se acercara, nunca lo conseguía y solo después de ver caer al intruso manando sangre por el vientre se iluminaba la escena y yo veía por fin a Tony, el hijo menor del reverendo, mirándome con los ojos muy abiertos mientras un charco de sangre crecía a su alrededor como una marea. Yo notaba en la mano el frío del cañón de la escopeta y me daba cuenta de que tenía el dedo en el gatillo, de que era yo quien le había matado.

El Jurado me absolvió pero, al parecer, no fue suficiente. Si me fui del pueblo fue por eso, porque no podía soportar las miradas de los que pensaban que no tiene justificación dispararle a un muchacho de dieciséis años aunque ese muchacho haya entrado en tu casa en plena noche y acabe de reventarle la cara a tu hermano. Yo no pensé en ningún momento que no había actuado correctamente. Si hay algo que está claro es que si alguien entra en tu casa, de noche y armado, tienes derecho a defenderte. Más aún cuando ese alguien ha matado a tu hermano porque le ha sorprendido robando y parece dispuesto a matarte a ti. Pero no conseguía sacarme de la cabeza el espanto de aquellos momentos. Yo había matado a un hombre. Era el hecho de la muerte lo que me trastornaba, no mi reacción. Quiero decir que no sentía ningún remordimiento por haberle disparado al tipo que acababa de matar a mi hermano. En todo caso, se lo había buscado. Lo que me enloquecía era haber acabado con una vida, haber causado una muerte. Me sentía como un furtivo que hubiera entrado en un terreno en el que la caza solo le estuviera permitida a Dios, como si hubiera cometido un imperdonable pecado de intromisión. En un determinado momento existe una persona, un ser humano que tiene la posibilidad de convertirse, con el tiempo, en abogado, en médico, en ganadero, en padre de familia, en solterón o en delincuente habitual y, de pronto, en tan solo un segundo, ya no queda nada. Donde antes había un cuerpo que se movía, que hablaba, que pensaba, millones de células capaces de odiar y de amar, un segundo después solo quedan ochenta kilos de carne desprovista de sentido, una carne que se pudrirá en unos días como la de los animales atropellados en la carretera. Lo que me obsesionaba hasta la desesperación era que ese tránsito brutal desde la posibilidad de casi todo a la nada irremediable hubiera ocurrido de mi mano, cuando solo a Dios compete decidir cuándo y cómo debe empezar o terminar la vida.

Llegó una mañana a eso de las nueve, con una maleta negra y un bolso de cuero tan grande que parecía el zurrón de un cazador. Supuse que acababa de bajarse del tren. El aire caliente que entró con ella anunciaba un día caluroso a pesar de la fecha, un día de esos en que todo el mundo pide refrescos y los perros, jadeantes, buscan la sombra de los árboles. Se sentó en la barra, acomodó la maleta junto al taburete y me pidió café. Le pregunté si quería tomar algo más pero negó con la cabeza.
—Las tartas son caseras —le informé.
Dudó unos segundos y al final decidió probar la de manzana.
—Ya me dirá si le gusta —dije sirviéndole un buen trozo. Tenía la cara pálida y me dio la sensación de que no había comido bien en varios días.
No había nadie más en el bar así que me quedé cerca de ella mientras la veía trocear la tarta y llevarse un pedazo a la boca.
—¿Y bien...? —pregunté.
Me miró con la boca llena y no dijo nada, pero movió afirmativamente la cabeza varias veces con expresión golosa. Llevaba el pelo recogido con una cinta verde, un bonito pelo rizado de color cobre. Calculé que tendría algo más de veinte años. Entonces fui a la cocina y regresé con un trozo de la tarta de nueces que Susan me había llevado apenas media hora antes. Susan hace la mejor tarta de nueces del condado.
—Pruébela —le dije—, es obsequio de la casa —Intentó negarse pero no dejé que se explicara— Vamos, no la rechace. Necesita comer bien, se nota que ha hecho usted un largo viaje. ¿Quiere que le haga unos huevos?
El ofrecimiento consiguió arrancarle una sonrisa y consideré que había llegado el momento de presentarme.
—Me llamo Fox, Jason Fox —dije, alargando la mano por encima de la taza de café.
—Yo me llamo Miriam —correspondió tras un segundo en el que me pareció que dudaba. Su mano era pequeña y tenía un tacto muy suave y su voz me sonó como la de un niño asustado
—¿Miriam? ¿Nada más?
—Nada más.
—Miriam es un bonito nombre. Es hebreo, ¿verdad?
De nuevo movió la cabeza afirmativamente y, de inmediato, como si se avergonzara por haber dicho demasiado, miró al fondo de la taza de café.
—¿Está de paso o... ha venido a quedarse?
Levantó la cabeza y me miró con ojos cansados. Bajó los hombros como si de súbito tuviera que soportar un gran peso y entonces comprendí que ella también estaba sola.
—No lo sé —contestó. Y no me sorprendió la respuesta.
Le serví un poco más de café.
—Si necesita alojamiento —insinué—... Roseanne alquila habitaciones. Vive casi al final de la calle... —Me perdí un segundo en sus ojos mientras me preguntaba qué la habría llevado hasta allí.—Voy a por esos huevos —dije.

A veces ocurren cosas y no podemos explicar por qué ocurren. A veces se puede caer en la tentación de creer que realmente algo ha pasado porque, desde le principio de los tiempos, estaba escrito que pasara. A veces estamos toda la vida junto a alguien y esa persona no conoce ni una mínima parte de nuestros pensamientos y otras un perfecto desconocido es capaz de obtener de nosotros la más íntima de las confesiones. A veces ocurren milagros.

Después de comerse los huevos, Miriam abrió su bolso buscando un cigarrillo y descubrió que se había dejado un libro en... no llegó a decir dónde. “¿Qué libro era?”, pregunté. “Las canciones de Leonard Cohen”. “Ah, ¿le gusta Leonard Cohen?”. Como respuesta hundió la mano en el bolso, sacó otro libro y me mostró la portada. Era “Los hermosos vencidos”. Al día siguiente encargué las “Canciones” en la librería de Spencer y una semana más tarde, recién duchado y con mi mejor camisa, se lo llevaba a la pensión de Roseanne.

Acabo de despertarme. El cielo está lleno de nubes pero el aire huele a hierba recién regada. Es uno de esos días en los que apetece salir al campo. Miriam está durmiendo en mi cama. Prepararé el desayuno, la despertaré y seguiremos hablando. Creo que ya lo sabemos casi todo el uno acerca del otro. Anoche me dijo que tal vez vuelva a escribir, que tal vez consiga quererme. Yo le conté que había matado al hombre que había matado a mi hermano.
Y, por primera vez en cinco años, no he soñado con ellos.

7.- VIAJE A LA FATALIDAD

VIAJE A LA FATALIDAD

Hay ilusiones que se cumplen y otras que se pierden, y al perseguirlas con tesón nos llevan a una inexplicable fatalidad. (Malón de Chaide)

Fue la mañana del sábado cuando Fernando se dirigía a la playa. El sol lucía con tanto esplendor que la calle parecía forrada en oro. Al descender por las escaleras del Metro la oscuridad le cegó. Pasaron unos segundos hasta que su vista se adaptó al nuevo ambiente; sabía que tenía que ir al oftalmólogo para que le revisara la vista: desde hacía un par de meses notaba unas sombras que le bailaban en los ojos sobre todo cuando estaba un buen rato leyendo.
Se sentó en un banco del andén del metro y espero a que llegara el convoy. No tenía prisa. Por su cabeza desocupada iban y venían fantasmas silenciosos, recuerdos, cosas que dejó de hacer, proyectos.
El aire del subterráneo se espesó y un ruido creciente avanzó por el túnel hasta llenarlo de ruido y viento.
En la estación se cruzaban los dos trenes, el de ida y el de vuelta, con un intervalo mínimo. Ambos en dirección opuesta.
Primero llegó el tren de la vía opuesta. Paró, abrió las puertas y siguió rugiendo. Desde el banco donde estaba Fernando esperando su convoy se veían los viajeros a través de las ventanillas iluminadas, unos cogidos a los soportes, otros sentados y leyendo, otros distraídos mirando a todos lados.
Le llamó la atención una chica que miraba con mucha atención. Primero creyó reconocer en ella a Sandra, una amiga que hacía años había dejado de ver. Luego se dio cuenta de que no apartaba su mirada de él: lo miraba como si lo reconociese. El tren no arrancaba, ajustaba su frecuencia, esperaba. Las miradas de los dos se hicieron ya insistentes y casi molestas. La chica le sonrió. Fernando correspondió con una sonrisa más amplia y se puso de pie, acercándose al borde de la vía. Por señas quiso decirle que si se conocían. Ella hizo un gesto que Fernando interpretó como quizá. La chica se arregló la melena, larga como un manojo de hierba seca. Con la lengua se humedeció los labios al menos dos veces. Fernando siguió sonriendo como un bobo embelesado interpretando ese gesto como un deseo sensual. Ella continuó haciendo unas señas que Fernando interpretó como una orden de que esperase allí, que ella bajaría en la próxima estación y vendría a su encuentro.
Fernando asintió con la cabeza y dijo sí con una voz inaudible para ella. Dio un paso y bromeando hizo gesto de tirarse a la vía como para llegar nadando hasta donde ella estaba. Sandra, celebró la broma.
El tren comenzó a moverse lentamente entre ruidos y silbidos. Sandra, acercó la mano a la boca y le envió un beso que Fernando recibió como salido de una cerbatana: con las dos manos sobre la parte del corazón hizo un gesto de herido de muerte.
En ésas estaba cuando llegó su tren. Pero Fernando no hizo ni gesto de montar en él. Al poco las puertas se cerraron y Fernando quedó solo en el andén silencioso. Plantado como un vegetal.
En su cabeza tenía claro que aquella chica, su Sandra, iba a venir a encontrarse con él. Creía en el flechazo. El amor viene sin previo aviso. Hoy podía ser su día, el día esperado.
Al entrar el siguiente tren, Fernando se levantó como un autómata. Se arregló la camisa, se subió los pantalones, se pasó la mano por la cara y se dispuso a mirar sin perder detalle.
El objeto de su esperanza era un chica de unos veinte años, con una camisola verde pistacho de tirantes, pantalones también verdosos, una melena con mechas, cara ovalada, sonrisa abierta. Sobre todo la sonrisa la recordaba como si la tuviera ante los ojos.
Bajó un tropel de gente que caminaba precipitadamente hacía la salida. Aquella abertura succionaba a los viajeros como una aspiradora mecánica. Fernando se situó estratégicamente cerca de la salida; si ella había bajado del metro seguro que tenía que pasar por allí y él la vería. Fue vaciándose el andén de personas hasta que de nuevo quedó solo.
–Bien –pensó-, no ha tenido tiempo de hacer trasbordo, tomar este tren y llegar hasta aquí. Esperaré al siguiente.
Volvió a sentarse. Quieto en el asiento se le ocurrió pensar que aunque él no identificaba aquella cara, seguro que ella sí lo había reconocido a él. Quizá una compañera de instituto o alguna que conoció en vacaciones, en aquel viaje que hizo a Londres, o una vecina del barrio que quiso ser amable. Sí, pero, ésta ha sido más que amable, me ha enviado un beso. Necesitaba que fuera verdad que la conocía, que iban a ser buenos amigos.
Fernando estaba dispuesto a esperar y a darle tiempo a Sandra hasta que terminara su trabajo o el motivo que la llevó a coger ese metro. Era sábado y él no tenía ni prisa ni obligaciones. Se dirigía a la playa cuando la vio y no quería perder una chica así por un descuido.
Estaba pensando en eso cuando miró el reloj. Había pasado un metro y estaba al llegar el siguiente. Total diez minutos. Según los cálculos que hizo, Sandra tenía el tiempo justo para bajar en la estación siguiente, salir, volver a entrar y coger el metro. Un poco justo, pero seguro que vendría en el siguiente.
El ruido de las vías, el aire que se animaba y los faros del convoy que entraban en la estación como un monstruo que llevaba en su tripa el tesoro que él esperaba lo animaron. El chirrido de los frenos, las puertas que se abrían con un movimiento atolondrado y los pasajeros que bajaban con decisión. Fernando se puso de puntillas para ver por encima de las cabezas. Buscaba una melena casi rubia con mechas, una camisola verde pistacho y una cara sonriente. Fue descartando oportunidades. No se había fijado antes pero advirtió que mucha gente mayor utilizaba el metro. ¡Y todos tenían prisa! Se empujaban, tropezaban, daban pasos rápidos y se paraban como prisioneros de una duda, actuando de forma extraña.
Sin embargo Sandra no apareció. El andén volvió a quedar no ya solitario sino desolado. Como una exposición cuando quitan los objetos expuestos y sólo queda el soporte. Fernando no padecía ningún tipo de claustrofobia pero esta vez se vio solitario, bajo tierra, y pensó que si las luces fallaran qué haría él. Bueno, estaba cerca de la salida, seguiría con calma hasta la escalera, luego giraría a la izquierda...¿a la izquierda?...da igual, giraría y otra vez cogería las escaleras y saldría a la calle.
¿No hacen los ciegos ese mismo trayecto cada día? Él lo había visto; al ciego y a su perro. Y sin necesidad de que nadie les ayudara.
Fernando cerró los ojos, dio unos pasos y cuando ya creyó que estaba saliendo los abrió. ¡Menos mal! Porque se paró a menos de dos pasos del hueco de las vías. ¡Uf!, suspiró.
-A ver si haciendo el tonto caigo en las vías y muero atropellado.
En eso apareció un vigilante acompañado de un pastor alemán y le pidió el billete. Fernando se lo entregó. El empelado lo examinó.
-Lleva usted aquí casi tres cuartos de hora. ¿Es que le sucede algo?
-No, es que espero a una persona que no llega...Quizá no nos hemos entendido bien –respondió Fernando.
Llegó otro convoy y el vigilante con su perro subieron. Los pasajeros bajaron y se dirigieron a la salida. Un chico joven rozó su brazo contra el de Fernando sin pedirle disculpas.
-Oye...
Pero el chico no le hizo caso, ni se giró.
Por un momento se distrajo pero estaba seguro que Sandra tampoco había venido en este tren. ¡Lástima!
No sabía qué pensar. Comenzó a crecerle la sensación de que se había dejado llevar por un impulso erróneo, que ella no vendría nunca y que todo había sido fruto de su imaginación y de la distancia. ¿Y si no se dirigía a él? ¿y si el beso se lo tiró a otro que estaba detrás de él? ¿y si ella es una chica dispuesta a jugar con los sentimientos de las personas y a divertirse a su costa?
Fernando pensó que él era débil de carácter. Le decían sus padres que se encariñaba pronto con la gente y eso le traería muchos problemas, que la vida le iba a dar muchos palos. Bueno; él se creía una persona normal, del montón, ni mejor ni peor. Había cumplido 22 años, y estaba haciendo un curso de técnicas de venta. Había estudiado Historia del Arte y era muy difícil que encontrara trabajo de su especialidad. Había enviado currículums vitae a muchas galerías de arte y estaba esperando la convocatoria de oposiciones para profesor de Historia del Arte, aunque le habían dicho que sobraban profesores y había pocas plazas.

Una fase eléctrica del andén falló y se quedó el recinto en penumbra.
-A ver si se va a ir la luz –se dijo.
Por megafonía, una voz neutra, cansina, avisó de que había habido una avería eléctrica en la estación del Centro y que los operarios estaban arreglándola. Ignoraban el tiempo de la reparación.
Volvió a sentarse. Apoyó la coronilla en la pared, cerró los ojos, apretó los párpados con fuerza. Vio unas estrellitas en el fondo de sus ojos. Respiró hondo.
Cuando de nuevo abrió los ojos tenía sentado a su lado un emigrante de aspecto descuidado, norteafricano, diría él. Las chanclas dejaban ver unos dedos sucios. Se había sentado demasiado cerca de él, sin motivo, pues había otros asientos libres. Fernando creyó adivinar que era norteafricano por el color cetrino de la piel.
Fernando se levantó de golpe y se alejó unos metros. Miró de reojo al personaje y vio que le sonreía. Dio unos pasos hacia él, se acercó, aunque no mucho y le preguntó:
-¿Qué quieres, paisa?
El magrebí, con esa lengua extraña que hablan los que no dominan el idioma, le respondió con unos sonidos guturales sin sentido.
Fernando se dio la vuelta, caminó unos metros y ya alejado de él, apoyó la espalda en la pared. El tren tardaba en llegar. Por lo visto la avería no era tan sencilla. Las luces seguían a media intensidad.
Caminó hacia la salida y se acercó a la valla que da acceso al vestíbulo. Se frenó. Si salía tendría que volver a pagar. Volvió al andén. Cuando llegó el inmigrante no estaba. Lo buscó con la vista. Lo descubrió orinando entre una máquina automática de bebidas y la pared.
Fernando quiso afearle su actitud pero no se le ocurrió otra cosa más que echar un euro y sacar una botella de agua. Bebió un poco y el resto lo tiró sobre los orines del incívico individuo. El agua fue corriendo como una serpiente hacia la mitad del andén y se precipitó en cascada sobre las vías.
En ese preciso instante apareció el vigilante, el mismo que ya había hablado con él anteriormente. Se le acercó.
-¿Usted ha hecho esto?
-Sí y no –respondió.
-¿Me está vacilando?
El perro iba con bozal y atado corto pero levantaba la cabeza y lo husmeaba. Aquel tono de voz lo ponía en guardia, seguro.
-No me malinterprete, es que he visto a uno que se ha orinado en el rincón y para que no oliera he tirado agua.
El vigilante quedó algo desconcertado. Seguro que pensó que Fernando no estaba bien de la chaveta.
-¿Es usted empleado del servicio de limpieza del Metro, acaso? ¿o es que se siente un samaritano? Porque sabrá qué es un samaritano, ¿no?
-Por supuesto que lo sé y mejor que usted...Soy licenciado en Historia del Arte.
-Pues tendré que denunciarle por ensuciar un espacio público. Lo siento. Deme su DNI.
El vigilante habló por un teléfono portátil y enseguida apareció otro compañero. Entre los dos vigilantes y los dos perros rodearon a Fernando de modo que no pudiera escapar.
Tomaron nota de su filiación y le entregaron un papel copia para que firmara. Fernando hizo un garabato. Le entregaron la copia y se alejaron unos metros sin perderlo de vista.
Fernando examinó el papel: lo sancionaban con 50 euros por haber miccionado en un lugar público.
-Oiga, que yo no me he meado en ningún lugar público, yo sólo he tirado agua de esta botella porque aquel individuo...
Al girarse en busca del individuo se dio cuenta de que había desaparecido.
-¿Saben qué les digo?, que ya la pagaré y ustedes perdonen.
Fernando se dirigió a la salida. Pasó la valla, subió las escaleras a pie porque las automáticas no funcionaban, hoy tampoco, anduvo unos metros y giró a la izquierda -¿ves?, se dijo, estaba en lo cierto, era hacia la izquierda-, subió un tramo más de escaleras y ya avistó la calle.
La luz de la calle lo deslumbró. Miró el reloj. Había permanecido en el subsuelo dos horas y diez minutos. Y Sandra sin aparecer ni señales de ella, en cambio llevaba una denuncia de 50 euros. Haría un recurso y explicaría los hechos. Y por si fuera poco se dio cuenta de que iba a la playa a tomar el sol unas horas y le había pasado el tiempo, la playa y las horas y ni playa ni tiempo ni Sandra.
Caminó sin rumbo un rato, arriba y abajo, desorientado, sin decidir qué hacer. Una emigrante rumana le puso ante los ojos un papel que solicitaba su firma para ayuda a los sordos. Rellenó sus datos y firmó. Al terminar le pidió una ayudita, todo por señas. Le dio un euro. Una señora que pasó por allí le dijo que era una estafa, que aquella chica ni era muda ni existía ese Centro de asistencia a los sordos.
Fernando iba a decirle y usted cómo lo sabe, pero se puso a caminar de nuevo hacia arriba. Al poco vio cómo la chica estratégicamente sorda se unía a otra con otro papel y cómo hablaban animadamente y se mostraban las monedas. ¡Pues la señora tenía razón!
La desazón comenzó a hacer mella en Fernando. O tenía un día tonto o era idiota, se mire como se mire. Ni playa, ni Centro de recuperación, ni Sandra...
-¿No me habrá quitado la cartera? –Y se llevó rápidamente la mano al bolsillo trasero del pantalón-.
Menos mal, no había sucedido nada.
Pero los hechos lo habían puesto nervioso. Con el día tan limpio que hacía. Hasta un gorrión daba saltos picoteando algo del suelo.
Decidió volver a entrar en la estación del Metro.
Mientras bajaba las escaleras se le ocurrió pensar que estaba haciendo el paripé, que no había ni una posibilidad entre un millón de que Sandra volviera y se encontrara con él.
Introdujo el billete, marcó y pasó la barrera. Cuando ya estaba en el andén, ante las vías, se dio cuenta de que estaba en la dirección equivocada: había entrado en el andén de bajada, en el que estaba Sandra cuando se vieron. Si regresaba a su casa no cogería aquella dirección sino la de vuelta, es decir, la que daba justo al otro lado.
Caminó cabizbajo por el andén sin saber a qué atenerse. Daba pasos encorvado, con las manos enlazadas a la espalda, pensativo. La sangre le golpeaba en las sienes como le sucedía siempre que pensaba intensamente en algo.
Tenía ganas de orinar y se acercó hacia el final del anden, justo donde empieza el túnel. Se encaró a las vías y se puso de espaldas al andén. Como había poca luz estaba seguro de que nadie lo vería. Lentamente se alivió con un chorro largo y potente contra la oscuridad del túnel. Terminada la operación estuvo unos instante disimulando y cuando ya lo creyó oportuno caminó hacia la luz.
Vio un vigilante con su perro y le subió a la cara un ahogo. Lo negaría todo, le dijera lo que le dijera y lo acusara de lo que lo acusara, además no iba el vigilante a bajar a comprobarlo.
Pero el vigilante no estaba por la labor de advertirle nada. Fernando se miró el pantalón y vio que se había mojado un poco. Se dio la vuelta y disimuló.
Pasó una sola unidad de tren con gran estruendo y a toda velocidad. Iba vacía. Seguramente se dirigía a la cochera. La avería no estaba aún reparada por lo visto.
Fernando comenzó a pensar que ya estaba bien de hacer el ingenuo, que lo mejor que podía hacer era marcharse a casa y dar el incidente por terminado. Ya había tenido suficientes desdichas. Se sentó, bajó la cabeza y se la cogió entre las manos. Se apretó bien los pulsos. Tenía un poco de jaqueca. Todo le había salido mal.
Oyó cómo un convoy entraba en la estación, enfrente, en dirección contraria. Se puso en pie. El corazón le dio un salto. Allí estaba Sandra, en pie, mirándolo con la sonrisa abierta. Le hacía gestos que él interpretó como qué mala suerte que no estés aquí. Con la mano hizo un movimiento como para pedirle que bajara en la siguiente que él iría a buscarla. Ella asintió con la cabeza.
El tren arrancó y Sandra le volvió a tirar un beso con la mano. Fernando se lo devolvió. Ella sonreía abiertamente. Eso le animó. Por fin iban a encontrarse.
Cuando la oscuridad engulló el último vagón, Fernando se precipitó escaleras arriba hacia la calle. No le importaba caminar el espacio que había desde esta estación de metro hasta la siguiente parada donde lo esperaba Sandra. Era buen deportista, joven y rápido. Así que ya en la calle comenzó a correr como si hiciera un ejercicio de footing.
El sol caía con pesadez sobre sus espaldas y pronto comenzó a sudar. No importaba. Nada tenía importancia ante la certeza de verse con Sandra. En menos de diez minutos ya estaría junto a ella, sudado, pero junto a ella. Tendrían muchas cosas que explicarse.
Tardó en llegar más de lo previsto y al bajar al subterráneo su cuerpo agradeció la humedad de la sombra. Buscó con la mano la cartera en el bolsillo trasero para sacar el billete pero no la encontró. ¡Maldita sea! Con la carrera se le habría caído. Bueno, saltó por encima de la barrera y se dirigió al andén con la seguridad de que allí estaría Sandra esperándolo.
Pero en vez de Sandra volvió a encontrarse con el vigilante de la primera vez y su perro.
-Hombre, tú por aquí... Y ahora saltando y sin billete. A ver, la documentación.
-He venido a la carrera y se me habrá caído...Usted sabe que hace unas horas la tenía...la he perdido.
-La vergüenza es lo que has perdido. Voy a tener que avisar a los policías.
Habló por el telefonillo y le dijo a Fernando ¡espere! Le quitó el bozal al perro que se sentó frente a Fernando en actitud vigilante.
-No haga gestos bruscos y no se le ocurra escapar porque el perro es más rápido que usted.
El vigilante seguía hablando por teléfono.
En un descuido Fernando dio un salto y se tiró a la vía. El perro se lanzó tras él. Pelearon. El convoy estaba entrando en la estación. Se oyó un aullido y un golpe brusco.
Hay ilusiones que se cumplen y otras que se pierden.

6.- EL TRIÁNGULO DE PASCAL

EL TRIÁNGULO DE PASCAL
(dúo para narrador y wagneriana)


Cuando la contemplaba bien sabía que quería romper con todo y empezar de nuevo. Pero era un sentimiento tan intenso como irreal. Pensaba siempre en clave de música y llegaba a ser difícil comunicarse con ella.

¿Qué podía entender yo por un "ultimátum vía Beethoven"? ¿Y qué sabía o podía yo saber de los wagnerianos? Ella era wagneriana. Recuerdo perfectamente cuando me lo anunció. Discutíamos, no me acuerdo porqué, cualquier tontería supongo, y en el momento en que sintió acorralada, sin defensa ni salida, irguió la cabeza y dijo muy digna:

- "Es que soy wagneriana". "
- ¿Y dónde está eso?", pregunté creyendo que se trataba de su lugar de nacimiento, y lo peor es que ella me respondió entre mística y afectada
- "En el infinito".

Su respuesta me dejó desarmado en mi ignorancia e imaginé un pueblecito mágico, perdido y aislado de la Centroeuropa que ella amaba. Más tarde, descubrí que Wagner, el Wagner al que ella se refería, era un decimonónico compositor musical de origen alemán; y válgame si supiera que lo presento como un compositor sin más... Wagner, quintaesencia del Romanticismo, torbellino de sentimientos, innovador, genio, revolucionario...

Después de tanto tiempo, aun me costaba descifrar sus afirmaciones tonales. Últimamente, decía ella, se sentía brahmsiana, muy brahmsiana, quizá, hasta demasiado. Eso decía ella contrita, como entonando una declaración de culpabilidad de algo que yo desconocía totalmente. Ella seguía ahí enfrente en la habitación empañada de Brahms. Nunca me cansaba de contemplarla. Ahora su mirada flotaba al compás intemporal, qué lección de tensión contenida, era la amplitud de tempi, como lo dilata, lo relentiza, lo sostiene...

No, no me cansaba de contemplarla. El sentimiento de ruptura era tan denso que llegaba a golpearme desde su mirada lánguida al fondo de la habitación. Habitación preciosa y acogedora que ella había decorado. Los golpes de su mirada me decían que no podía romper las reglas, las normas. Notaba, incluso, el cuchicheo de sus pensamientos por las noches cuando leía a mi lado. Deseaba que me los dijese a la cara, con su voz, pero era incapaz. Seguía con la mirada indiferente, página tras página de libro releído. Pero no podía enfadarme. ¿Nota algo al darle forma en su cabeza? Es ella, sin duda. Sin duda, notará su rencor, como el rencor es algo sólido. Como el dolor, el miedo y el rencor se cristalizan en su mirada oscura, presagiando melancolía infinita. Por fin, volvió a mirarme, esta vez más amablemente. Sonrió. Sí, me sonrió.

- He vuelto a sacar la cabeza del agujero... – en mi cara se dibujó un gesto de asombro que no pude disimular. Ella lo advirtió y continuó solemne:

- ¡Oh, está bien! Seré más digna... A bajar del pedestal. No sé por cuento tiempo.

Había vuelto. Fue por mi mano, abierta, blanca y extendida por lo que volvió. Hice un ofrecimiento y ella lo aceptó. Tomó mi mano. Pero enseguida noté que había algo que la decepcionaba en su “regreso”. Quizá que no comprendía su risa, sus máscaras, sus metáforas musicales, sus silencios y, sobre todo, su mirada golpeándome, a veces, desde el fondo de la habitación. Quizá aquellos besos y abrazos fríos. Mis manos son grandes pero casi siempre están frías. Y me costaba acercarme y abrazarla entre esa fortaleza de rencor y silencio que la protegía. Ladeó la cabeza, decepcionada, tomó el libro releído y se devolvió a la dinámica del cuchicheo silencioso. Mi tiempo había terminado. Esta vez había sido realmente corto y sin concesiones.






Aparte de Brahms, Wagner... Wagner, Brahms... Recuerdo aquellos paseos vespertinos. Cuando la acompañaba trasgredía algún equilibrio. Nunca me lo dijo, pero en sus palabras parcas, displicentes, medidas y, sobre todo, en sus silencios, innegablemente, me hacía sentir culpable. Nunca supe porqué me llegaba a sentir tan culpable. Sin embargo, necesitaba sentirla sola, aislada, pura, destilada. En cierta ocasión, durante uno de esos paseos, me comentó -"Siento pudor, quizá debido a la costumbre del silencio".

Nunca vi a sus amigos, esos con los que se iba, con los que compartía sus salidas y a veces, además, hasta las noches enteras. Me preguntaba quién o quiénes eran los héroes que la salvarían en esas noches anónimas, o como ella diría, de esas noches anónimas. Le tenía un horror casi patológico al anonimato entre otras cosas. ¿Qué podía hacer yo al despertar y verla allí con esas ojeras, perfumada en alcohol, pero invariablemente con su entonces ya cansada y vencida mirada golpeándome? No podía enfadarme. No, no podía. Solo cuidaba de ella como se cuida a una flor de invernadero. Me prodigaba en mimos y en atenciones. Todo lo que a ella le gustaba estaba, entonces, siempre dispuesto para poder dárselo a la mínima insinuación. En esas mañanas de resaca me decía con los ojos hinchados en lágrimas, pero sin derramar ninguna, -"algo se me ha roto dentro". Entonces me rompía a mí el alma porque no soportaba verla rota.



Intenté hacerle unas fotografías que le había prometido hacía ya tiempo. Se las hice. Era de estas personas a las que a la cámara le cuesta trabajo enamorarse, o quizá era ella que hasta a la misma cámara imponía su barrera de distancia e indiferencia. No sé. Quizá era yo. De nuevo me hacía sentir culpable. Cuando se las enseñé, las miraba y levantaba sus ojos, suspirando resignada, decepcionada, y dejaba las fotografías con desgana en cualquier lado. Repetía entonces con demasiada frecuencia "la juventud me es robada y ya nada me la devolverá". Una y otra vez. Lo decía en cada frase y a cada momento. De nuevo quería romper con todo, de forma brutal y salvaje, pero no lo hacía. Cuando ya no podía acumular más tensión, más silencio, más rencor ni golpes, se iba a otro lado de esta bendita casa y se crecía sin reglas ni leyes en algo inexplicable. No sé... Yo aguardaba pacientemente. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? ¿Qué otra cosa podía esperarse de una wagneriana? ¿es que todos los wagnerianos eran así? ¿Cómo podía yo saberlo? Yo esperaba, como digo, hasta que surgía de repente como raptada de algún punto del pasado. Era el destino, según ella. En esta fase, Beethoven era imprescindible. No faltaba. Destino esquivo. Surgía como hipnotizada por esa idea. Sin más, decidía romper con todo, cogía el bolso y se iba... pero volvería a la mañana siguiente. Esas rupturas eran insignificantes. Eran pataletas de niña abrumada. En realidad, era como una niña grande.



Cierta mañana, al despertar, no estaba. La esperé y no llegó. Pasaba la mañana, preparé el desayuno que vi enfriarse lentamente, abandonado, anunciándome el castigo. Comprendí que esta vez definitivamente era diferente. Por fin, había decidido vengarse y yo era la víctima. A mí no me pediría perdón después de la pataleta, bien sabía que no. A mí no me concedería un atenuante si cometía o había cometido un error. Me pregunté por el extraño mecanismo de la memoria, por la selectividad del recuerdo, con sus matices vivos y oníricos, también la brumosidad del olvido, oscuro y tenue. Me llegué a preguntar si el alcohol era un anestésico casi infalible de los recuerdos. Apareció entre mis pensamientos y la tormenta que empezaba a azotar la ciudad. Llovía torrencialmente, hacía viento, frío, pero era la tormenta. Apenas susurró algo en su entrada llena de dejadez y desdén. Pero pronto la noté inquieta. Era la tormenta. Empezó a hacer cosas, a ordenar libros, a cerrar ventanas, a recoger el desayuno abandonado. Lo tiró todo. Deambulaba por la casa nerviosa. No se estaba quieta. Noté como paraba con cada trueno, brevemente, mirando hacia arriba, como esperando algo. En uno de los truenos, se paró y dijo casi en un susurro, -"parece como si el cielo se estuviese rompiendo a pedazos... ¿verdad?". Y me miró. Reí, no pude evitarlo.

Al cabo de un rato, dejó de tronar. Se tranquilizó y se acercó a la ventana. Se mantuvo mirando al cielo gris. Intentaba llorar igual que ese cielo, suavemente, gotita a gotita. Lo intentaba pero sus lágrimas se habían secado. El dolor la había marchitado. La noté más abandonada que nunca en su soledad. Y del mismo, solo podía esperar el castigo de su abandono. Me miró. Larga y serenamente. Pero estos acercamientos y distanciamientos siempre al compás del deseo, del orgullo me llegaban ya a hastiar. Lo supo por mi silencio y por mi impasibilidad, y noté, clara y nítidamente, el silencioso murmullo de sus pensamientos arrastrados. Estaba también tan cansada como yo. Pero no era rencor ni la ruptura lo que la invadía ahora sino la tristeza de la pérdida consciente, el dolor del fracaso. El dolor de la pérdida... Se levantó asegurando que el dolor era particular y que no se podía compartir con nadie y que de paseo sola. Recalcó el sola con cierta dureza. Al rato se marchó de nuevo, probablemente a compartir su dolor privado con esos amigos suyos. No sé. Quise creer de todas formas que, ciertamente, se había ido a dar uno de sus paseos gélidos. Me puse a leer mientras la esperaba. Llegó la noche con la evidencia de que la esperanza es de pacotilla y que la estupidez del sentimiento también. No regresaba. Al mismo tiempo, se me escapaba algo, el sentimiento, aterrorizado ante su ausencia. Ella no regresaba, no volvía. Y no lo haría en toda la noche.




Llegó en aquella mañana y ,como siempre, me buscó a lo largo de la casa envuelta en desdén y, cuando me encontraba, me golpeaba con su mirada, ahora penetrante, cansada, recriminatoria, cargada de rencor. Yo me volví impasible y salí de la habitación. Éramos dos titanes luchando en silencio, dos pequeños estúpidos incapaces de amarse. Dos inmensos cobardes henchidos de orgullo inútil. Su contraataque no se hizo esperar, más que rompiendo, despezando el silencio. Su brahmsianismo se manifestó ante mi rebeldía de aprender de su ausencia. La segunda de Brahms había abierto la puerta del día. Aquella sinfonía rompía el silencio y me escupía tristeza anillada en su corazón. Había aparecido deseándola. Deseándola como un sueño que jamás había tenido. Cómo la deseaba. Cómo deseaba verla reír y hablar, ver su mirada amable sonreírme de nuevo. Llovía frenéticamente. Frenéticamente también aquella lluvia actuaba como un disolvente, como un corrosivo, como la ficción de la esperanza y demás efluvios sentimentales.

Hundí la cabeza entre mis manos. Intenté comprender la razón de aquella batalla sin lograr encontrarla. Contuve las lágrimas con el convencimiento de que ambos estábamos vencidos. Nunca habría un ganador. Volví resignado a la habitación que vomitaba Brahms. Ella seguía sumida en su abandono, en el desamparo. Su mirada permanecía hipnotizada, inmóvil. No golpeaba. No había ruptura ni rencor. Aquel murmullo silencioso había callado.

-¿Te das cuenta de la tristeza que hay en el mundo para que se haya hecho una música así? - dijo, repitiendo palabras de libro releído.


Siguió sin mirarme. Fue entonces cuando sentí yo un pudor repentino. Pudor al ver su alma desnuda. Vi aquel jirón de eternidad que flotaba sobre su cabeza y ante mis ojos. Era como un pequeño algodón de nieblas. Pude verla y observé que su alma estaba herida y hasta tiritaba. También tenía cicatrices. Quizá, también, estuviese enferma. Las almas suelen enfermar con frecuencia, sobre todo, de soledad, de abandono y de silencio, la había escuchado decir alguna vez. Puede que mi alma también estuviese enferma. Después de todo, ¿no éramos más que dos enfermos?¿Crónicos?¿Jamás tendríamos curación? Quizá, solo estábamos envenenados o intoxicados de la monotonía del orgullo. ¿Habría algún antídoto? El viejo orgullo venía cojeando a levantarnos falsamente un muro de autoestima de cartón piedra todos los días y por las noches el muro caía como si fuese arena ante el dolor del silencio.

Era el mordisco doloroso que todos disimulamos. Era algo carnal y cierto. Tan cierto como que ella estaba a mi lado. Callada con la mirada perdida. Tambaleaba. Sentí cansancio de la misma escena todas las mañanas. Me cansé cuando el deseo dejó paso al vacío. Cuando la tensión era ya un elástico dado de sí. Sabía que el palpitar primero, ese rubor inocente se convertía en desidia al verla ahí medio borracha de whisky barato, echando raíces que no tenía. Mientras ella, inmersa aún en el teatro nocturno, llegaba sin ganas, disfrazada de furor uterino y se sentaba de espaldas a mí, intransigente. Miré a las pisos de enfrente esperando algo. Lo mismo que hacía ella con el equilibrio mantenido a duras penas. Sí, algo como una eclosión musical. Una revolución. Un arco iris en la tormenta. La ficción de amar.

Ella no tenía pasado. Al fin pude escuchar sus cuchicheos arrastrados; por fin, la cadena del susurro se convirtió en palabra. Aquel jirón de eternidad flotaba como una pluma encima de su cabeza y me contaba cosas: “ella no tiene pasado”- decía. Quizá ya ni el recuerdo me pertenecía. Me acerqué a la ventana junto a ella. Era un día triste y desvaído, salvaje y rebelde. Éramos el cúmulo de extrañas coincidencias. Era el rincón ácido de su mente. Se había roto el lastre. Éramos un microcosmos flotando errante. Puso su cabeza sobre mí. Comprendí que la puerta de su corazón no estaba cerrada. Nos abrazamos. No sé cuanto tiempo. Mucho, creo; infinito casi. Me miró. Sonrió. Se iluminó su cara. Se acercó contra mi pecho. Puso de nuevo su cabeza entre mis brazos. Así estuvimos mucho tiempo. Abrazados.

Ella levantó la mirada. Como un mágico sortilegio vi mi alma también desnuda. Ella sonrió fascinada y levantó la mano como para acariciarla. Pude ver que también era una nubecilla de nieblas. También mi alma tenía cicatrices y una enorme herida abierta, como la de ella. Le estaba hablando. Ella escuchaba atentamente y, de cuando en cuando, me miraba asombrada. ¿Qué secretos le estaría contando mi alma? De repente, vimos que se acercaba a la suya que seguía suspendida como una pluma sobre su cabeza, Estuvieron girando la una sobre la otra, casi jugando con alegría durante mucho rato por todo el techo de la habitación, hasta que finalmente se unieron ambas y formaron una única nubecilla que se iluminaba como una zarza encendida, giraba mil colores en ciclosis.

Así estuvimos casi toda la tarde con nuestras almas unidas, flotando juguetonas y nosotros también unidos en el sofá del salón. Llegó un momento que el cansancio nos venció y quedamos dormidos. Me desperté suavemente y la vi mirarme. Volvió a mirar al techo. Nuestras almas habían desaparecido del umbral del techo de la estancia. Seguramente, se había separado y vuelto a nuestros respectivos seres mientras dormíamos. Nos quedamos mirando el techo durante un rato en silencio.

Al cabo de un rato, volvió a mirarme, a sonreír, y salió suavemente de la habitación. No mucho después, oí sus pasos presurosos hacia la puerta. Tomé un libro y me senté. Tenía que sofocar el primer vacío, inventándome una espera que cada vez era más obtusa y sórdida. Entregarme a la más grande obra que nunca habíamos tenido. Tenía que inventarme una espera. Prometía ser larga. Pero, ¿qué más podía pedir?. Ella volvería. Todo seguía igual. Era la ficción de amar.

5.- SONETO EN PRIMER GRADO

SONETO EN PRIMER GRADO

El juez se levantó y dijo
-¡Póngase de pie el acusado!
El acusado, un sujeto pálido y nervioso, se levantó
-¿De que se acusa a este hombre?
El fiscal tambien se levantó y lo dijo
-De soneto en primer grado
Un murmullo recorrió la audiencia. El juez movió trisitemente el primer verso. El juez era un serventesio alejandrino, ya un poco mayor, pero bien construído.
-Puede sentarse
El acusado se sentó y el fiscal comenzó su alegato.Era un terceto con estrambote, diéresis y bigote.Atusándose este y aclarándose la voz, dijo:
-Pretendo probar con el adecuado margen de certeza que entre las diez y las once horas de la noche de versos este hombre perpetró un cruel soneto con premeditación y alevosía.
-¿Tiene algo que alegar inicialmente el acusado?-preguntó el señor juez
-Soy poeta-dijo el tipo
Otro murmullo removió al público
-Eso no es alegar.Es confesar otro delito.No le permitiré declarar en su contra-dijo el juez-No tendré en cuenta esta frase.Siga, señor fiscal
El fiscal sacó un papel y leyó
“Hollé del amor la pálida pátina”
-¡Dios mío!-dijeron a una la estrofas, décimas, octavillas, redondillas y demás composiciones que formaban parte del público.
El fiscal puso el papel en las narices del acusado
-¿No es cierto que este patético endecasílabo es cosa suya, señor?
-Fue sin querer-dijo el otro.
-¿Sin querer? Sin querer tropieza uno.Pero..¿quiere decir a los aquí presentes, estrofas todas perfectamente medidas y acentuadas, que un verso de semejante calibre, que además inicia lo que que parece ser una rima en esdrújulas, se puede escribir sin querer?
-Fue lo que me vino-acertó a decir el acusado, estrujándose las manos.
-¿Lo que le vino?¡Vamos, si con esa cara a usted no le ha de venir ni....!
-¡¡Protesto!!
dijo la abogada defensora, que era una elegía preciosa en verso blanco.
-Modérese, señor fiscal y no suponga (el juez rió entre dientes) que a todo el mundo le ha de pasar lo que a usted
-Perdone , señor juez.Con la venia. ¿Le vino? ¿No?¿Y cómo le vino? ¿Por correo? ¿En una oferta de telepizza?¿Por obra del Espíritu Santo? ¿No se lo soplaría alguien?
-No.Estaba yo solo
-Mala coartada.Entonces estaba usted solo...Y le vino
-A veces ocurre-terció el juez con maliciosa sonrisa.Además guiñó un ojo a la abogada , quien se ruborizó en sus versos iniciales
-¿No es más cierto que, amparado en la soledad y en la semipenumbra, oculto del mundo tras las paredes de su habitación, concibió usted la idea de ejecutar un soneto?
Los ¡Oh! y los ¡Ah! llenaron de tensa musicalidad las filas de bancos
-No.No...- se defendía el acusado.Fueron saliendo uno detrás del otro.Yo estaba fuera de mí.Mis dedos escribían por libre.
-¿Fuera de si? ¿Declara demencia transitoria?
-Ya ha dicho que es poeta, fiscal-interrumpió el juez-No entremos en redundancias.
-Gracias, señor juez.Pero...¿piensa el acusado que alguien de esta sala va a creer que los dedos escriben solos?¿Qué tien usted en las manos? ¿El baile de San Vito? ¿Los temblores del Parkinson? ¿Un ataque epiléptico de rimas?
-La Inspiración.Fue la Inspiración.
-¡Otro con lo mismo! ¡Otro con lo mismo!
El fiscal, que era una artista de la gesticulación, se hacía cruces para impresionar al jurado y se mesaba las palabras agudas
-La Inspiración.Todos acaban recurriendo a eso.La inspiración, la inspiración...cuando en realidad se trata de un trabajo pensado, alevoso, meditado y pleno de...transpiración. Y yo lo voy a demostrar.Con el permiso del señor juez llamo al estrado a mi primera testigo: La Señora Transpiración
Un pareado muy preparado que hacía las veces de ujier llamó en alta voz.
-¡Doña Transpiración, señora de Dale Ketedale
Una mujer gorda y sudorosa se sentó en la silla de interrogatorios
-¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
-La verdad no existe. Sólo el esfuerzo
-¿Cómo que la verdad no existe? ¿Cree eso de verdad?
-Lo sospecho.Es uno de esos conceptos matemáticos a los que uno solo puede aproximarse sin tocarlos.Digamos que tendemos a la verdad.
-¿Tendemos, señora Transpiración? Yo no tiendo, ¡Yo descubro la verdad!
-No se acerque tanto que me está haciendo sudar
-¿Conoce a este hombre?
El fiscal señaló al acusado.La Transpiración le miró y dijo
-Sí. Es Henández. Un patético poeta
-Protesto-dijo la defensora
-La testigo se cuidará en delante de hacer juicios de valor sobre el acusado-ordenó el juez
-Lo siento, señor-dijo la Transpiración
-¿Recuerda-continuó el fiscal-haber visitado recientemente al acusado?
-Le visito con cierta frecuencia.A través de mi suple su falta de genio
-¡Protesto!-volvió a gritar la elegía
-¡Señora testigo! Si sigue por ahí invalidaré su testimonio
-Lo lamento, señor juez-No volverá a a ocurrir, se lo prometo.Quise decir que últimamente este señor está pasando por lo que se conoce como el Bloqueo del Escritor y por eso acude a mí con más frecuencia que otras veces.
-¿Y podría decir a la sala en que está ocupado en los últimos tiempos nuestro querido poeta?
-Creo que intenta rimas esdrújulas
Decir esdrújulas y convertirse la sala en una enorme exclamación fue todo uno.
-He terminado, señor juez. Su testigo, licenciada.
La abogada defensora se levantó y todos (el primero el juez) viero que llevaba medias negras escritas.Que elegía de versos blancos con que hermoso par de piernas, pensó el juez, tan distinta de la maldita y gorda Transpiración.
-Señora Transpiración.¿Podría decir a la sala por qué otro nombre es conocida?
-¿Tengo que decirlo?
-Con la venia del juez no veo en que pueda eso interesar a la causa-dijo el fiscal
-Yo lo decidiré, señor fiscal.Conteste la testigo.
-Se me conoce tambien como El Sudor del Poeta
-Luego se puede asegurar que los poetas sudan
-Y tanto
-Lo cual significa que se esfuerzan y luchan contra la fatalidad.¿Con que intención cree usted que lo hacen?
-¿Con la de conseguir dinero?
-Pues no.Con la de conseguir algo bello
-No veo a donde pretende llegar la abogada-terció el terceto
-Nada más que a demostrar que la intención del poeta, transpiraciones o inspiraciones aparte, es buscar la belleza.
-Sí.Pero él ha perpetrado un horrible soneto.Siniestro e infumable.¿Me va a decir, abogada, que lo hizo buscando la belleza?-replicó el fiscal
-Se lo voy a decir y se lo voy a demostrar.Gracias, señora. He terminado con usted.
La Transpiración se levantó, limpiándose el sudor y ocupó su lugar entre el público. Volvió a hablar el fiscal
-Llamo a mi segundo tstigo, el señor Bloqueo del Escritor
Un sujeto con cara de bulldog se levantó de un asiento de fondo y avanzó hacia el estrado en donde lanzó el juramento ritual
-Señor Bloqueo del Escritor
-Me diga
-¿Conoce usted al acusado?
-¿A Hernández? Pues claro.Podría decirse que vivo con él.Le conozco más que sus calzoncillos.
-Eso espero-interrumpió el juez.-Vendría a indicar que se muda con frecuencia
-¿Quiere esto decir que cuando el tal Hernández....
-¡Protesto! ¿Qué es eso de “tal” Hernández?- dijo la defensora
-Señor fiscal, le llamo al orden y al respeto
-Disculpe, señor juez.¿Quiere esto decir que cuando el señor Hernández perpetra algún escrito es porque lo ha intentdo muchas veces antes?
-Naturalmente. Miles de veces se ha quedado dormido delante de un folio en blanco. Solo con la perseverancia es posible vencerme
-Ahí tenemos entonces lo de la premeditación y la reincidencia. Su testigo, defensora.
La elegía de versos blancos se levantó, descruzando sus dos largos y torneados hexámetros bajo la mirada voraz del juez
-Señor Bloqueo Del escritor
-Me diga, belleza
-¿Cómo es que usted se presenta en las casaa y en las mentes de los escritores.¿Le llaman ellos?
-No-Nunca. Aparezco de improviso
-¿A traición?
-Pues sí.Podría decirse que a traición.
-Y-dígame usted lo que cree- ¿Cuándo a uno le atacan a traición, no está en el justo derecho a defenderse?
-Supongo que sí
-¿Lo supone? ¿No es capaz de dar una respuesta más concreta?
-No sé.Yo creo...
-Diga sí o no.
-No puedo.Estoy bloqueado.
-Protesto, señor juez. La abogada defensora está acusando a mi testigo
-¿Y que tiene? ¿Celos? Ya nos gustaría a usted y a mi que algo así nos acosara
La elegía de versos blancos eligió una de sus mejores sonrisas y ahí fue cuando estallaron dos tubos fluorescentes
-¿Y entonces no tiene mi defendido el deber y el derecho a defenderse ante la agresión del Bloqueo del Escritor, aunque sea intentando sonetos esdrújulos?
Un clamor, mitad de comprensión, mitad de desaprobación colmó la sala , y las estrofas con niños pequeños dejaron de darles teta para poder atender mejor.Porque, muy bien, de acuerdo, el tipo podía estar todo lo justificado que pareciera, pero el hecho inobjetable era que había cometido soneto.Un esdrújulo y terrible soneto.
La defensora no hizo más preguntas y el fiscal dijo:
-Por mi parte no hay más testigos.
-Escuchemos a los testigos de la defensa-dijo el juez.
La elegía elegía muy bien sus palabras cuando dijo
-Pretendo demostrar, sin ningún género de dudas, que el señor Hernández, mi defendido, obró impelido por una potencia avasalladora e irresisteible.Y para ello llamo al estrado a mi único testigo, La Señora Inspiración
Y aquel pareado suficientemente preparado que de ujier estaba colocado llamó en alta voz
-¡Doña Inspiración Caprichosa y Voluble!
Una personalidad bastante etérea y cuasi milagrosa se adelantó hacia la silla de los testigos
-¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
-Juro decir lo que se me ocurra.
-Pues más vale que se le ocurra la verdad-advirtió el juez.-Su testigo, defensora.
La elegía de versos blancos, contoneándose con primor, hizo su primera pregunta
-Señora Inspiración...¿Señora o señorita?
-Yo no me caso con nadie, así que...Usted misma.
-¿Conoce usted al señor Hernández?
-La verdad es que muy poco.No acostumbro a tratarle y siempre le veo de lejos.
-¿Pero sería capaz de reconocerle entre una multitud de poetas menores?
-Creo que sí.Aunque él sería el menor de todos
-¿Puede decir al jurado lo que ocurrió en la semana del 13 al 19 de Marzo?
-Lo recuerdo perfectamente.Era lunes y yo acababa de soplarle una canción a un cantautor y dos artículos a un excelente periodista, cuando , de pronto, me fijé en la ventana abierta de este señor, Hernández, y me colé dentro
-¿Usted se cuela por las ventanas?
-Para mí no cuentan las leyes físicas, la gravedad o el tiempo...el espacio.Soy etérea e inmortal
-Ya.Y caprichosa y voluble
-Esos son mis apellidos, guapa
-Gracias.Díganos que hizo una vez dentro
-Pues nada.Ví al sujeto tan apurado que decidí soplarle al menos dos palabras
-¿Dos nada más?
-Sólo dos.
-¿Cuáles?
-Pálida y pátina
-Quiero llamar la atención del jurado sobre el hecho de aue las palabrás “Pálida” y “Pátina” que prácticamente son el soporte, estructura y armazón no ya del primer verso, sino de la idea toda del soneto, han sido insufladas a mi defendido por la señora Inspiración.¡No son suyas!
-No.No son suyas.pero yo sabía que con tan solo estas dos palabras él intentaría unas rimas.Porque las rimas esdrújulas le chiflan
Hernández bajó la cabeza avergonzado.Más o menos como si le hubieran calificado de ser un yonki de la peor especie.
-Todos tenemos vicios.Pero por un vicio no se debe condenar a nadie-dijo la defensora
-Una cosa es vicio y otra soneto.Yo sabía que él intentaría un soneto.
-Luego...podemos inducir que fue usted la que le indujo a sonetear.
-Podemos decirlo.En su estado y con aquellas dos palabras , era para él inevitable.
-He terminado.Su testigo, fiscal.
La defensora se retiró entre miradas lascivas del juez, algún leve aplauso y el matizado murmullo de la audiencia.Levantóse el fiscal y aquesto dijo
-Señorita Inspiración...Dice usted que sopló solo dos palabras
-Eso he dicho, señor
-¿Y cree que dos palabras son suficiente estímulo para...?
-Dos palabras son suficiente estímulo hasta para una novela. Se sugiere una idea, una música, un ritmo. Ahí tiene usted Guerra Y Paz.
-¡Cielos!-dijo el fiscal, porque, efectivamente, sobre la mesa tenía, a modo de apoya notas uno de los volúmenes de la inmortal obra de Tolstoi.Actualmente era su libro de cabecera.
-¿Qué pasa con Guerra y paz?
-Pues que esas dos, palabras “Guerra” y “Paz” son mi única colaboración a tan grande obra.Y fíjese lo que Tolstoi hizo con ellas.
-Ergo podemos inducir que la idea del soneto era previa a las dos palabras
-Usted deduzca lo que le parezca. Yo lo que digo es que me limito a dejar una simiente y luego la tierra (si por tierra entendemos la mente del escritor.-y em Hernández el ejemplo no es exagerado-) hace el resto.¿Ha intentado escribir un poema alguna vez, señor fiscal?
-¿Por quien me toma? –dijo éste
-Pues en todos los buenos poemas hay uno o dos versos que vienen de arriba-Yo los transporto y el escritor hace el resto. Pero no voluntariamente.Cuando le he dejado en la cabeza esos versos o esas palabras, ya no puede librarse de la idea si no es plásmándola.
-Ha dicho usted “todo buen poema”.Pero es que aquí estamos ante un denigrante, desagradable , alevoso y funesto soneto.
-Incluso un mal poema tiene algunas palabras sopladas por mi.Fíjese “Pálida” “Pátina”...¿No ve la musicalidad?
-Si.Mucha música y muchas gaitas pero aquí lo que se ha perpetrado es un Soneto en Primer Grado.Y eso es lo que hay, inspiraciones, transpiraciones y bloqueos aparte:Un intento deliberado, premeditado y tenaz de cometer soneto.No hay más preguntas.
La Inspiración se retiró y el juicio siguió adelante
-¿Su alegato final, fiscal?
-Con la venia. Tal y como acabo de decir, estamos ante una alevosa premeditación dañina.Por mucho que aquí se haya dicho, nada indujo al acusado a delinquir.El cielo estaba estrellado, la temperatura era óptima, amenazaba la primavera y la gente reía en la calle.Pudo salir a tomar un par de copas y, sin embargo, amparado en su oscura soledad , sin respeto ni a Dios ni al hombre ni al Arte perpetró un crimen horrible, una vejación al ritmo y un atentado a la métirca.Ejecutó –la misma palabra sirve para condenarle- sin más rodeos, un soneto esdrújulo:Ëste soneto

(En un golpe de efecto, que levantó ¡Ohs! ¡Ahs! y hasta Ehs! del patio de butacas, sacó del bolsillo un arrugado folio manuscrito y leyó:






MARIPOSA EN EL BARRO

Hollé del amor la pálida pátina
sellé del dolor el ácima líquida
probé del placer la pócima insípida
cerré del soñar la fúlgida máquina

Pensé que iba así pasando la página
jugando a olvidar su imagen tan vívida
pero estaba allí voraz y tan lívida
con su aura triunfal de impavida lámina

Así que entré en mí, brutal y misógino
me dí y me entregué, tan máximo y mínimo
mi Dios fui y mi hombre y mi todo endogámico

Y no la olvidé, tan trivial, tan andrógino,
esfuerzo bestial por fruto tan ínfimo
inútil valor para tanto pánico

intento vesánico
de mariposa atrapada en el légamo
que a veces se piensa reina del páramo.

© Hernández












.¡Y encima con copyrigth. Ahí queda eso! Y además con estrambote. ¡Eso es ensañamiento! ¡!Si esto no tiene delito, que venga Dios y lo vea.Por este crimen y por esta acción pido para el acusado la condena a Retirada Perpetua de Pluma , RPP, para que así y hasta el final de sus días quede el género humano libre de semejante peliigrosidad literaria.He dicho.
Grandes aplausos acompañaron su retirada y algun ¡Uy! , porque nadie en la sala ignoraba que el RPP para un escritor era la cadena perpetua.Mientras, sin levantarse del asiento y sin (para desilusión del señor juez) descruzar los torneados hexámetros , la abogada-elegía, inciaba su disertación final.
-A veces oímos voces, señores del jurado. A veces las oímos tan altas y tan claras que ya no somos ni nosotros mismos.Somos esas voces. y unas dicen “Ven”, otras dicen “Vete”...Pero a veces sucede que a determinado tipo de gentes ese tipo de voces les dicen “Crea” Y no se lo dicen una, ni dos, ni tres veces. Cien si hiciera falta.Hasta que creen.Hasta que crean. Mi cliente sostuvo durante toda una semana un duelo con las palabras pálida y pátina zumbando en su cabeza; se hallara donde se hallara, en el fútbol, en la oficina, en el WC , o en la ópera. , todo era “Pálida” y todo era “Pátina”.Y sabía que mientras no hiciera algo con ellas estaba condenado a enloquecer con su zumbido.De manera que fue y lo hizo.¿Qué hizo? Un soneto esdrújulo, es cierto...Un soneto terrible.¡Pero él no quería! Es más, si nos atenemos a la volición como sujeto del hecho¡Ël no lo hizo! El soneto nació porque él no quería y no podía por menos que crear, crear algo, lo crean o no lo crean, ¿Le van a condenar por eso? ¿Le van a condenar por crear? Entonces condenen usteds tambien, de paso, a Dios Todopoderoso.
Calló.Al juez se le caía la baba pero consiguió hablar aunque lo que si se le descolgaron fueron las gafas.
-La vista ha terminado-dijo con gran oportunidad.Pero luego se las caló y añadió-El jurado ahora se retirará a deliberar.
-No es necesario, señor juez- dijo una engolada égloga que hacía de portavoz
-¿Cómo? ¿Tienen ya veredicto?
-Lo tenemos, señor juez
-Si alguno delos miembros del jurado no está de acuerdo es su momento de manifestarlo.
Una vista de pájaro sobre los bancos del jurado le convenció de que no. Nadie levantaba la mano.
-Bueno, pues adelante, portavoz..Ejem, ejem...( tosió, se aclaró la garganta, se alisó un poco el primer verso, se volvió a recolocar las gafas, sonrió a la defensora y dijo)
-¿Del cargo de Soneto en Primer Grado consideran al acusado culpable o inocente?
-Inocente-señor juez
Una convulsión se apoderó de la sala.Los aplausos se mezclaban en igual intensidad con los silbidos
-¿Del cargo de atentado grave a la métrica?
-Culpable, señor
-¿Y del de sacrilegio contra el ritmo y la entonación?
-Culpable, señor juez.
:Muchas gracias, señora portavoz.Oído el veredicto me retiraré unos minutos antes de dictar sentencia.¿Quieren acompañarme, abogados? El público es libre de abandonar por un instante la sala, si así le place.
El juez y los abogados pasaron a las estancias interiores. Una vez en ellas, el juez dijo
-Oiga , fiscal.¿No saldría a comprarme tabaco?
-Con la venia, señor
Y el fiscal salió.
Cuando estuvio a solas con la defensora el juez dijo:
-Quiero felicitarla, abogada por su intervención en este caso,Muy fresca
-¿Fresca? ¿Yo o la intervención?
-Ust...La intervención, naturalmente.Le auguro un futuro exitoso.
Ella le dedicó una bajada de pestañas que redujo a valores mínimos el ácido úrico del juez
-Lo cual no quiere decir que mi sentencia haya de ser benévola.
-Me conformo con que sea justa.
-Da gusto hablar con tías, digo, con licenciadas, tan buenas y preparadas como usted, letrada.Más cuando este es un asunto de letras.
-¡Ay, la literatura! ¿Qué haríamos sin ella?
-Sí.Que gran cantidad de cosas.Mire, abogada, le voy a dejar mi tarjeta por si alguna vez me quiere llamar para que hablemos largo y tendido
-De acuerdo.La pondré con las otras ochenta y dos que tengo de jueces-sonrió la elegía
-Eso me tranquiliza, Pensaba que era yo el único viejo verde.
-¿Usted viejo?-dijo ella, y salió, dejando al juez meditando sobre su añorada juventud.Y cuando hubo meditado un buen rato salió, se colocó en su sillón y dio los consabidos tres martillazos.
-¡Orden! ¡Orden en la sala!
La sala, poco a poco, se fue sumergiendo en el silencio

-“Por la autoridad que me confiere la República de las Letras, escuchados los alegatos del fiscal y la defensa, ateniéndome al veredicto del jurado y siguiendo mi experimentado, certero sapientísimo, modesto e inapelable criterio acuerdo condenar y condeno al a cusado, Sr, Hernández, de profesión sus versos y sus prosas, a la pena de seis meses de privación de pluma y a que semanalmente le sean pinchadas en cada dedo de la mano inyecciones paralizantes que le impidan usar cualquier tipo de teclado volviendo a atentar contra la métrica y la rima en forma tan grave y alevosa.
Asimismo dispongo que, a partir de esos seis meses, sea liberado del castigo, pues no en vano obró como obró por causas y motivos que atenúan en bastante su culpa.A partir de ahí será libre para hacer lo que quiera y que Dios nos coja confesados a todos..
Dicto finalmente que el soneto objeto de este juicio sea destruído, él y todas sus copias, por via de incineración y que las antedichas cenizas sean sean arrojadas al mar para alimento de besugos a los que esperamos no siente mal o provoque mutación engendro tan incomible.
Esta es mi justa decisión sobre el asunto, en la medida en que dentro del mundo de las letras se pueda hablar de justicia.¿Quién pregunta alos tercetos si desean ir encadenados?¿Desea “corazón” rimar tan a menudo con “pasión”? El mundo de las letras es injusto en si mismo, como cualquier otro mundo.Pero, aceptando eso, cualquiera diría mirando a este hombre (señaló a Hernández) que , desde luego, si algo necesita de momento, es un escarmiento.
Este es el que le impongo.Sírvale de lección, penitencia y experiencia.Y que tan pronto crezca su arrepentimiento como nosotros nos olvidemos de su pecado.
He dicho.”

Dio un muy plástico martillazo final, se levantó y se fue.Y mientras la elegía de versos blancos estrechaba los aún móviles dedos de Hernándezde, tratando de convencerle que, despues de todo, la sentencia no le había sido tan desfavorable, el fiscal se quitaba las diéresis ante ella y saludaba también al poeta menor.
Las estrofas se llevaban a sus versitos de la mano, señalándoles al hombre malo; y un sol poniente, curioso y burlón enviaba por la ventana oblicuos rayos, endecasílabos y esdrújulos.

4.- El soldado extranjero

El soldado extranjero.

El soldado Jakto se despertó al calor de Sol. Se desperezó dentro del cartón de embalaje donde había dormido y sacó los brazos y la cabeza a la luz. Enseguida notó el bienestar y comenzó a aparecer empezando por las puntas de los dedos, las manos, las muñecas, el cabello corto y erizado, la frente, los labios… Abrió la boca para que entrara la radiación y los dientes y la lengua también se compactaron, se despertaron, se volvieron sensibles y brillaron con una sonrisa. Qué placer. Qué placer sentirse vivo otra vez, saber que Sol salía para todos, hasta para él, un extraño de otra patria tirado allí, en el suelo, dentro del embalaje viejo de una nevera, en el portal de un edificio ruinoso de la ciudad. Jakto no se cansaba nunca de Sol, que le daba calor una y otra, y otra vez, todos los días, con aquellos amaneceres lentos, blancos y pacientes.
Reptó fuera y se sentó, se alisó el uniforme verde lagarto, camiseta tejida y pantalón ancho, y se abrochó las hebillas de plomo de las botas. Llevaba botas militares extrapesadas para contrarrestar la menor gravedad de la zona: así no caminaba a saltos asustando a los paisanos. En Haveno, su lugar de origen, la gente crecía más vigorosa en razón del mayor tirón gravitatorio, y Jacko tenía mucho músculo, andaba a trancos y hacía un marcial, intolerable ruido de talones al caer. Su obligación era pasar desapercibido. El embajador de Haveno y su grupo de científicos se habían marchado en misión de diez días para toma de muestras y datos en la capital, a unos kilómetros, y a él lo habían dejado atrás vigilando el MEV blindado de transporte, pero le habían permitido pasear por los contornos como “turista”, igual que ellos. El embajador le desollaría las orejas a pescozones si los paisanos descubrían el MEV por su culpa. Como poco.
Se levantó tan alto era, casi dos metros. Sentía bienestar y no tenía prisa. Todavía resultaba un poco pálido porque Sol no le proporcionaba nunca el color fuerte que tenía en Haveno, el contraste y las sombras densas; se quedaba en un tostado difuso que se iba perfilando hacia el mediodía.
Toñi se removía en su embalaje. Era su compañera de portal; una natural del país que había conocido al principio, al llegar. Era una persona pequeña y sólo necesitaba el cartón de una lavadora para dormir: metía dentro la cabeza y el cuerpo, se encogía como un bebé y sacaba los pies descalzos por el extremo abierto. Los pies estaban calientes pero sucios de un día para otro; no le sucedía como a él, que se despertaba sólo con lo que era suyo: limpio de añadidos, polvo y organismos autóctonos. Jakto sabía que podía abrazarse a Toñi para obtener un plus de calor, pero no quería. Le gustaba estar sólo tibio. Era dulce la media energía, olvidarse de pasiones, quedarse en estado de romanticismo estable, y además, se acordaba mucho de su mujer, Shvebi, que se había marchado — ¡ay!— con el grupo del embajador. Shvebi le había comunicado que les iba bien, que el territorio poblado era enorme y la gente muy amable. Ella también se sentía romántica bajo el dulce Sol y le echaba mucho de menos. Lo que más le gustaba a Shvebi era el mar y le hubiera encantado estar en la playa con él, pero — ¡ay!— Jakto no iba a llegar a conocer aquello porque el grupo del embajador haveniano se había alejado a gran distancia de su objetivo inicial, y el MEV seguía guardado tierra adentro, en el patio de una casa de vecindad ruinosa, en una ciudad antigua que en la lengua vernácula llamaban Toledo.
Jakto hurgó en los pies de Toñi para despertarla.
—Vamos perezosa —le dijo con su acento extranjero—. Quiero comprar muchas cosas hoy.
Curioso: su garganta era menos material, se le había vuelto fina. Había cambiado el vozarrón por un murmullo educado y emitía el idioma local, que había aprendido durante el viaje, con voz de tenor. No podía gritar, ni siquiera soltar una carcajada fuerte. Era como ser otro, alguien tímido, aflautado, que nunca alzaba la voz, a quien costaba oír y que se entendía a medias.
Toñi se despertó y salió de mal humor.
—Eres un guiri bobo, Yate. ¿Cómo vas a comprar si no tienes dinero?
—Ya tendré —sonrió él y la ayudó a levantarse.
Había conocido a Toñi en el primer ocaso. La caída de Sol le había sorprendido en la calle, donde había salido huyendo de las ratas, la basura y las moscas que infestaban la casa en ruinas. “Nada de matanzas”, había ordenado el embajador… pero la vida exuberante de la zona era demasiado para él. Se rendía. Dormiría fuera.
Jakto había paseado viendo con envidia cómo hablaba la gente, mientras que él sentía la garganta débil. Daba melancolía irse a acostar sin poder despedirse de nadie pero ya quedaba poca luz y empezaba a tener frío, a ponerse más pálido, más rubio, a transparentar, y añoraba no sabía qué.
Había un grupo en un banco, dos hombres y una chica que canturreaban y bebían del pico de un envase de cartón que se iban pasando de mano en mano. Él se quedó mirando con ganas de decirles algo y ellos, cuando se dieron cuenta, lo observaron con cautela, calculando si ese desconocido alto sería hostil. Había grupos de jóvenes que patrullaban los barrios para localizar a los mendigos y los borrachos, y volvían por la noche para apalearlos y echarlos del círculo de calles que ellos protegían. Jakto, con su aspecto militar, reunía las condiciones para pertenecer a una de aquellas bandas peligrosas. Al fin, la chica, que estaba más sobria, vio que Jakto era demasiado raro, ingenuo, extranjero, y le pareció guapo. Pensó que quizá tenía dinero, calculó con los ojos cuánto le podía sacar y le hizo señas.
—Ven, guapo. Sin miedo. ¿Cómo te llamas?
Yakto tosió y tradujo al idioma de ella.
—Yate.
La chica palmoteó. Era morena, flaca, no estaba muy limpia ni muy vestida. Tenía unos ojazos negros alegres.
—¡Hola, Yate! ¿Quieres? —le alargó el cartón—. Es vino tinto.
El soldado se alegró. Hacía mucho que no le daban más que órdenes. Levantó el envase como se lo había visto hacer a ella, y un hilo morado y agrio le regó la boca y le salpicó. Tosió y tragó y el calorcito áspero le gustó. ¡Qué sensación de revivir por dentro¡ Se limpió con la mano, haz lo que vieres, y lo agradeció, sintiendo la garganta más entonada.
—Eres buena chica.
El más joven de los tipos había aprovechado la distracción para dar una vuelta alrededor de Jakto y registrarle con habilidad profesional.
—Está pelado, no porta un chavo —exclamó con rabia.
—No importa. Me gusta a mí —replicó ella rápidamente con los ojos brillantes. Hacía mucho que nadie le decía ‘buena chica’—. Ven, Yate. Tú también eres un buen guiri. Siéntate aquí conmigo, así, más arrimado. Me llamo Toñi.
Y Yakto notó el calor que ella desprendía, probó a tocarle las manos, el cuerpo, la piel irritada de la cara y disfrutó. La abrazó con bienestar.
—Qué suave, Tonyi.
A Toñi le supo rico aquel piropo educado y enrojeció.
—“Quién se la lleva esta noche / a la niña. / Con el último que llega / se va a la viña” —canturreó el compañero más viejo tocando palmas con malicia, y Toñi no se quejó porque era cierto que cuando había bebido bastante solía escoger a uno de los acompañantes para pasar la noche, el más entero y sin vapores, es decir el último que había llegado. Se abrazó más fuerte al soldado haveniano porque él era un refugio desconocido y por lo tanto mejor que todo lo que conocía.
El placer que obtenía Jakto de aquella mujer acalorada era suave. La acariciaba con las palmas abiertas, la besaba y su conciencia se mantenía despierta. Le parecía la persona más dulce que había conocido y pensaba que si los encuentros eran así en aquella zona, se estaría toda la vida allí, a la luz de la Luna, disfrutando. Le mintió a todo lo que ella le preguntó para contentarla y que no se moviera de su lado, y cuando ella le ofreció con un poco de vergüenza lo que tenía para pasar la noche, sus cartones en el portal, Jakto aceptó y se marchó con ella sin soltar el abrazo, porque quería que continuasen el calor y los mimos.
La noche no fue como la esperaba Toñi porque la calle se mostraba intranquila, paseaba mucha gente, y aunque abrazó y acarició a su nuevo amigo no se atrevió a hacer nada que llamase la atención: los vecinos podían molestarse al verlos. Ya una vez le habían impedido dormir en un portal perfecto por el simple expediente de espolvorear azufre en los rincones —se vendía para ahuyentar a los perros pero ella también era de raza sensible al olor y al escozor—. El vino que había bebido la rindió y la durmió abrazada a su compañero, soñando una gran aventura, que él se la llevaba a un mundo rico donde no había necesidades, enfermedades, trabajo, vecinos ni perros que durmieran en la calle como ella. No se enteró de que Jakto se iba rindiendo también a la fatiga, que dejaba de envolverla, la soltaba, se enfriaba, se ensimismaba, iba haciéndose más tenue… y que ni siquiera tenía fuerzas para luchar contra ella, contra la resistencia de su carne cerrada, aunque hubiera querido.

Por la mañana, Toñi se despertó confusa y no vio al soldado haveniano, pero como era normal que los hombres se le marcharan temprano suspiró y se preparó para un día igual que los demás, y fue a su puesto de trabajo a la hora en que abrían, las nueve de la mañana. Su tarea consistía en situarse fuera, junto a la puerta y abrírsela a las señoras bien que entraban y salían cargadas con sus compras; ellas le daban unos céntimos por el favor y esto era todo. No gran cosa, pero Toñi no era capaz de hacer otro trabajo, en sus condiciones. Con lo que obtenía podía desayunar y comprarse una comida al día, incluído un cartón de vino tinto, y lo que sobrara lo atesoraba en un lugar oculto y le servía en invierno para pagarse una habitación y dormir bajo techo.
Ya llevaba ganado medio jornal cuando Jakto apareció volviendo la esquina y vio cómo pedía en la puerta del supermercado. El haveniano reconoció en el acto la mano tendida, porque es la seña de identidad universal de los mendigos, y el saludo se le heló en los labios, no se atrevió, sintió lástima de ella. ¿Cómo era posible que una chica tan buena, tal cálida, con tantísimo encanto, pudiera estar viviendo de la caridad? Aquel mundo le daba sólo unas monedas desdeñosas, cuando ella sabía dar algo tan importante como calor y refugio, y por lo tanto debía ser un mundo muy loco. Él intentaría arreglarlo como buenamente pudiera.
Se arriesgó a que la gente le viera, y volvió a su nave en pleno día para recuperar el dinero que tenía como provisión, y corrió a dárselo a Toñi. Diez monedas, veinte, cincuenta…
—¿Qué es esto, Yate? ¿Es para mí? —se asombró la Toñi, que era la primera vez que veía tanto dinero junto. Se lo agradeció con un beso que a Jakto le supo a gloria y enseguida hizo planes para gastarlo en cosas necesarias—. Vámonos a comer, cariño. Vamos a una tabernita que tiene un plato del día muy rico: albóndigas de carne. Luego ya pensaremos qué más vamos a hacer con todo esto.
El soldado vio que había hecho una buena obra, la mejor, y se sintió cada vez más cálido hacia la chica flaca que comía con tanta hambre y bebía un poco de vino nada más de la botella que les trajeron, lo demás para él, para que su garganta mejorase. Qué persona tan extraordinaria era Toñi. Qué ojos.
Toñi pagó y dijo que se iba un ratito porque tenía más cuentas que saldar, pero quería hacerlo sola, y Jakto se quedó esperando al sol en el banco del primer día.
Pasaron las horas de la tarde, y Toñi no volvía. El soldado se extrañó, y después se preocupó. ¿Le habría pasado algo? Sabía valerse por sí misma pero llevaba tanto dinero en el bolsillo…. Había mucho “tsafe”, mucho ladrón. Tenía que haber ido con ella.
Pero el tiempo pasaba a pesar de las preocupaciones y de las esperanzas, y la noche cayó por completo y la Toñi no volvió a los cartones a dormir con el haveniano.
Yakto quedó desconsolado, y aún más cuando tampoco apareció en todo el día siguiente. Le había engañado. Paseó por los barrios, las callejuelas y los monumentos, a solas con su ocio forzoso, sin saber qué hacer en aquella ciudad y obligado a convivir con sus pensamientos tristes. Se sintió cada vez más abandonado y perdido. Se cruzó con muchas chicas hermosas pero no se atrevió a hablar con ellas porque podían resultarle como Toñi: muy prometedoras pero muy poco serias. Y al final volvió a su nave con hambre, se quitó las pesadas botas, abrió el intercomunicador e intentó hablar con su mujer, que bostezaba constantemente porque sentía la misma apatía dulce que le producía a él el planeta, aquel estar melancólico. Cuando se cansó de no poder hablar con nadie, se tumbó a dormir en su cama térmica, blanda, que fue lo único que le dio algo de alivio porque le descansó de los pesares y el frío que había pasado en el portal.
Toñi volvió a la tercera tarde cuando Yakto ya no la esperaba. Llegó contenta, sonriente, medio desnuda en una ropa nueva, estrecha y por una sola vez, limpia. Le sonrió, le saludó con mucha alegría —“Te he buscado por todos sitios. ¿Dónde estabas? Estaba desesperada porque no podía encontrarte, lo he pasado muy mal sin ti”— se cogió de su brazo y lo llevó charlando encantadoramente hasta el banco de la primera vez, donde le dijo que se sentara y se sentó junto a él jugando con una mano entre las suyas. Le miró con sus enormes ojos negros, profundos, y le confesó con una franqueza estudiada para darle lástima, que había ido a pagar una deuda que tenía con un individuo que le había fiado costo para revender y que la amenazaba con darle una paliza si no le devolvía pronto su dinero. Relató con detenimiento todo el daño que le habría hecho la paliza “aquí y aquí” —se señalaba un pecho pequeño pero bien formado, y luego el otro, y daba al aire una patada al vientre como la que el individuo había amenazado con darle a ella, si ella no le hubiera pagado a tiempo. Los ojos le brillaban con una cosa similar a las lágrimas de compasión por sí misma. Contó también que, cuando le hubo pagado, el individuo le ofreció más mercancía, muy buena, muy rica, y ella no se pudo resistir a probarla porque el individuo se la había pintado como lo mejor del mundo aunque luego no había sido verdad —“pobre de mí, me engañó, soy tan inocente” dijo abriendo mucho los ojazos—, y en esas pruebas y otras más alcohólicas había pasado los dos días, y había gastado todo el dinero que le había dado Yakto.
—No me queda nada, pero no importa —sonrió, zalamera—. He buscado un trabajo para ti, Yate. ¿Te gustaría hacer de hombre-anuncio? Ya sabes lo que es: llevas dos cartelones colgados de los hombres, uno al frente y otro por la espalda, y anuncias la carta de un restaurante. Como tú puedes hablar con los extranjeros en su idioma, irán muchos clientes y el dueño te pagará bien. ¿Qué te parece? ¿No es lista tu Toñi?
Y le echó los bracitos flacos al cuello, le sonrió con coquetería y le besó las mejillas bizqueando con sus ojazos negros, porque veía la cara de Yakto un poco doble.
Yakto volvió a sentir el cuerpo de ella sobre el suyo, su calor que le subía como mancha de aceite calmante, perfumado, y sus mimos, y le volvieron las fuerzas. La abrazó con hambre de su compañía y se olvidó del mundo. Estuvo besándola y mimándola hasta que ella protestó porque la apretaba demasiado y le raspaba la cara con la barba. ¿Qué iba a hacer con aquella pequeña? Él conocía unas cuantas mujerzuelas en Haveno, enérgicas, ardorosas y llenas de salud, capaces de darle alegría al soldado más empedernido, pero aquella chica tibia y mimosa le provocaba ternura y ganas de cuidarla. Era lo más agradable que había encontrado en mucho tiempo.
Y sin embargo no dejaba de ser una mujerzuela. Yakto se levantó del banco.
—Todavía tengo dinero para cenar —le dijo con el ceño fruncido, obligándola a levantarse y abrazarle.
Y la llevó a tomar un bocadillo en un lugar premeditado, una tasca donde él había olfateado que vendían vino a granel, rojo y espeso. Allí consiguió que Toñi se emborrachase del todo y luego la condujo a los cartones para cobrarse las penas que había pasado por su fuga, de la única manera que le interesaba: abrazándose a ella, sintiendo su calor hasta que le rindiera el sueño, aunque Toñi se volviese a quedar defraudada en sus ilusiones de una aventura sexual romántica. Él no quería.

Y así fue como, tal como contábamos al principio, Yakto se despertó junto a Toñi pensando en su mujer, Shvebi.
—Bobo, no tienes dinero —le había dicho Toñi, de mal humor.
Pero a Yakto le gustó incluso el mal humor de Toñi: así le costaría menos dejarla. Tenía sus planes hechos: volver a la nave y esperar que regresara la expedición del embajador, que ya venía de vuelta, y con ellos su esposa, Shvebi, con la que nunca se había encontrado burlado tan a fondo como con aquella nativa seductora.
—Ya tendré —replicó Yakto, y ayudó a Toñi a levantarse. Luego, se dirigió hacia la puerta del supermercado.
— ¿Vas a pedir? ¡No tendrás cuajo! —gruñó ella—. Mírame a mí cómo se hace y aprende, aprende, que necesito más dinero para desayunar —extendió la mano y compuso un gesto dulce con media sonrisa a la gente que entraba.
Pero Yakto la miró un rato, tranquilo, y después, sin decir nada, entró en el supermercado y la dejó en la puerta con la boca abierta. Aún le quedaban unas cuantas monedas y había visto allí dentro una cosa que le parecía un regalo estupendo. Una planta en plena floración, una flor enorme, blanca, cremosa, con un tacto fresco como para calmar un alma apasionada y enfriar un cuerpo hasta un buen sueño, con un olor a vegetación auténtica que era el perfume mejor que se podía pedir en este y cualquier otro mundo. Una preciosidad. A Shvebi le iba a encantar. Esperaba que a Toñi también.
De manera que un rato después emergió del supermercado con dos bolsas verdes de la frutería cargadas con dos grandes, espléndidas, hermosísimas coliflores en todo su apogeo.
—Toma —le tendió con cariño la mayor a Toñi, que la recibió boquiabierta.
— ¿Qué es esto, Yate? Esto no sirve para desayunar.
—Es para ti. Es la más grande y no tiene ni una sola manchita.
—¡No la quiero! —protestó Toñi, añadiendo un par de tacos para la coliflor y para el guiri estúpido—. Vuelve ahí dentro y cómprame rosquillas y vino.
Intentó devolvérsela, echársela otra vez en los brazos, pero Yakto se apartó y la coliflor cayó al suelo.
—Ah, vaya —se desilusionó Yakto, pero sólo un poco—. Era un regalo para ti. Un regalo bonito, porque me marcho. ¿No te gusta? Puedes volver dentro y puedes cambiar la flor por rosquillas y vino, pero yo no te voy a cambiar a ti y te voy a recordar toda la vida porque eres preciosa y lo he pasado muy bien contigo.
Y sin escuchar las barbaridades que le decía Toñi, se cuadró en un saludo militar contemplándola con afecto, y dio media vuelta, caminó calle abajo, y se alejó definitivamente de ella, de sus promesas y de sus amenazas, rumbo a su MEV y con grandes deseos ya de volver al cálido Haveno.

3.- ¿Quién dijo que la vida es bella?

“Dios mueve al jugador y éste, la pieza ¿qué dios detrás de Dios la trama empieza?”
“Fue precipitado el gran dragón, la antigua serpiente, el llamado Diablo y Satanás, el que extravía al universo entero. Y fue precipitado a la tierra...” Apocalipsis.

¿Quién dijo que la vida es bella?

Resulta curioso, el ser humano en toda su inocua grandeza se encuentra con que basta un mero soplo de aire para desvanecerse sin dejar huella alguna; sufre un sentimiento de impotencia al creer que no es él quien dirige su vida; presente, pasado, futuro ¿Cuál es la diferencia? Disfrutan de ser el mismo manto que cobija con su invisible red de destino nuestros atemporales días. Pertenecen al mismo juego, en el que, quién sabe si por suerte o más bien por desgracia, no somos jugadores, sino meras fichas. Quién sabe que dedos celestiales impulsan nuestras decisiones. –¡Silencio! Mueven las negras.

Hubiera sentido una gran desazón contemplando aquel esbozo de su cuerpo inerte si en realidad no supiese que aquel que allí yacía, un día se hizo llamar padre. Licencias poéticas sin uso ni disfrute. De pie, frente a su morada de sueño eterno, acertaba a captar el eco de alguna conversación lejana. Todos y cada uno de los vecinos de aquel paupérrimo pueblo abandonado de la mano de Dios veían en él al padre que nunca consiguió ser, se compadecían de aquella pobre criatura que aguantó tanto sufrimiento en vida… No era mala persona, que irónica agonía. Más bien no lo era hasta el punto en que canjeaba a su hijo por su dosis diaria de podredumbre tabernera. Hasta que no sé muy bien que fuerza colocó en su boca la miel del olvido, el elixir de su inconsciencia y le llevó a maltratarme, a perder el control; el control de sí mismo, el control de su vida. Quizá es que nunca estuvo dotado de tal control, del poder de decisión que nos caracteriza a los seres humanos. Quizá una mano invisible le marcó la senda por la que dirigir sus cobardes pasos. Alguien movió la pieza incorrecta.

En el ajedrez, el más mínimo fallo te abandona a la merced de la derrota. Haciendo una alegoría con nuestro pequeño trocito de historia, batallamos en terreno tan aparentemente simple como farragoso al mismo tiempo...

-¡Papá! Por favor, para, para, te lo suplico. ¡Ahhhhh!

La brisa de mayo me devolvía aquellos recuerdos que nunca encargué, aquellos llantos y ruegos que se hundían en mi pecho grabados a fuego lento. De qué sirve saber que no mereces lo poco que tienes, si no poco es pensar que lo único que queda es entregarse rendido al viento. Un golpe tras otro, tras otro, tras otro... Dolía más el hecho de que fuese el que no pude llamar padre quien robase mi infancia, que el dolor físico que por entonces padecía. La sensación de no sentirme querido como algún día llegué a ser me carcomía por dentro, el comprobar que parecía disfrutar de cada instante en que amorataba mi piel rosada. Me reconfortaba pasear por un mundo paralelo en el que él no quería, en el que algo le impulsaba a hacerlo, donde el alcohol coronaba el final de su mano o aquel Dios se empeñaba en castigar mi manceba existencia; pero, aún así, sé muy bien que no, y le odiaba, le odiaba con todas mis fuerzas por todo el sufrimiento que me había ocasionado.

El día de su muerte comprobaba atónito en las miradas de la gente el dolor que les producía, oía los lamentos de las ancianas del lugar compadeciéndose de mi desdichado existir. No comprendían que pasaba por ser el ganador de la inconclusa partida, que me había alzado con el triunfo en aquella pequeña batalla contra el destino. El rey había caído, sin embargo, las mieles de la victoria saben a efímero placer. El pequeño peón seguía su cruzada impasible ante la adversidad.

Recuerdo cual fue el siguiente destino, una cárcel de sentimientos que todos conocían por orfanato. Aún puedo observar la llegada de aquel tren con la esperanza por copiloto. ¡Si los ojos de cielo de mi madre hubiesen estado cerca para poder contemplarlo! Decidió abandonar cuando yo sólo contaba diez dedos en mis impolutas manos. La desesperación pudo con ella, llevándose la alegría que rezumaba al movimiento de su melena de oro. Siempre se dijo de mi madre en cada rincón de aquella comarca que era el ser más bello que la creación pudo haber dado. Era su calor el que me arropaba en las noches de infantil delirio y sus manos las que conseguían calmar el llanto con un simple roce distraído. Amaba a aquella mujer a sabiendas que no me quedaba amor ni para mí, pero el que ella me daba suplía cualquier carencia de afecto ajeno. Tras su muerte fui yo quien tomó las riendas de mi vida, aquel hecho me hizo madurar de acuerdo al peso de la responsabilidad. No iba a ser mi padre el que sacase adelante a aquella incompleta familia, él tan solo se ocupaba de su preciado elixir y el placer de unas féminas vendidas a precio de infierno ¡Maldito vicioso! A duras penas el agua rozaba mi magullado cuerpo y él solucionaba su falta de inteligencia con vino y “putas”. Aún sin poner demasiado empeño reconozco los gemidos de aquellas buenas señoras que hacían de mis noches abismales liturgias en vela. Eran aquellos los momentos en que la envidia asomaba por el alfeizar del pensamiento, llamada por el ansia de aquella normalidad que observaba en cualquier querubín de las calles contiguas.

El trayecto transcurrió tranquilo. Observaba a través del cristal del flamante tren el vasto y ondulado campo que dormía en el regazo de un color dorado al viento. El sol rozaba mi cara y me producía una sensación de somnolencia, solamente interrumpida por el incesante traqueteo de la moderna maquinaria holandesa. Repasaba mentalmente quien era y quién me hizo llegar al punto en que me encontraba. Caí en la cuenta de que unos pequeños ojos me observaban con pasmosa inquietud.

- ¡Hola chiquitina!

Por entonces yo era un joven curtido por el duro trabajo en el campo. Resaltaba el moreno de mi piel al contraste con el agradable color verde de unos iris atrapados por aquel pequeño milagro de la naturaleza. Me sonreía con comedida extrañeza, como si no hubiese visto a otro ser de su misma especie en ningún momento. Su pelo reflejaba todos los matices que el sol admitía y su sonrisa pícara intuía que había captado mi atención. Enfundada en su vestido de gracia infinita, con dulzura enrollaba sus pequeños dedos en cualquier lazo rosa que encontraran a su paso. Tal vez podía ver mi infancia perdida reflejada en aquellos ojos repletos de inocencia que se escondían tras las piernas de la que, presumiblemente, era su madre.

Capitulo 2

Aquel lugar resultó ser una bocanada de felicidad en mi maltrecho corazón. El neutral blanco de la fachada de aquel edificio del siglo XV escondía la blancura de tantas y tantas vidas que vieron truncada su infancia. Edificios aparte, tras dos años de estancia en aquella suerte de columnas y vigas de madera de roble, aprendí a respetar al ser humano, a respetarme a mí mismo. Comprendí que no todos los problemas pasaban por mi humilde persona. Deseché el egocentrismo en pos de rendir más en las ilusiones ajenas que en las mías propias.

Próxima estación, la madurez. Abandonado por mí mismo una vez más, decidí que necesitaba expandir mi espacio vital tras las cuatro paredes de la que fue mi alcoba durante esos dos años. No basta con ser feliz si no buscas en esa felicidad el final de un viejo principio.

De ese modo recalé en una aburguesada ciudad, por cuyas calles transitaba el eco de una nueva mañana cocinada sobre el delirio de las nuevas generaciones modernas. Pasé por ser un gran experto en oficios carentes de experiencia y de gran remuneración económica, pero allí fue donde descubrí el arte, donde toda esa parafernalia pictórica inundaba hasta el más ínfimo escondrijo de aquella sutil madriguera. Pintores, bohemios de corazón de brocha, con sus escuetos trozos de vida reflejados en los lienzos, que escondían con gran esmero bajo el brazo mientras recorrían el camino a casa; pero realmente aquellos dueños de la belleza del paraíso del edén no contaban con mas morada que los parques de arboleda seca, que las tardes de crepúsculo dormido cerca de alguna escena de paradójico sentido. Escritores, silenciadores de las voluntades ajenas, maestros de la palabra; atrapaban historias cotidianas sobre pintores de brocha fina, sobre cortesanas de medio pelo que henchían sus abultados ropajes con las triquiñuelas de otras que, como ellas, vaciaban su vida de sentimientos para llenarlos de joyas y demás artilugios banales.

Pasaba las tardes teñidas de oro paseando por las calles de aquel laberinto de sentimientos, empapándome en las historias de transeúntes fugaces y vagabundos perennes. Recalaba en cada emoción como si fuera mía. Disfrutaba del nuevo aire procedente de Francia, la cuna de la modernidad, haciéndome partícipe del equilibrio que se estaba forjando. Cada tarde conocía un nuevo destino ajeno, desde aquella chiquilla encinta que lloraba desconsolada el abandono de su novio, hasta la pareja de enamorados ancianos que bailaban al son de los grandes músicos, que invertían su tiempo en conciliar aquellas escenas con la magia procedente de sus instrumentos de viento. Tal vez la más pelicular de todas ellas, que guardo en un baúl en mi memoria, fue la de aquel pintor de soledades.

Era cuanto menos curioso aquel individuo con bigote ingrávido que recalaba día sí, día también, en un banco de cualquier lugar llamado parque. Vestía impecablemente un traje marrón lavado a la piedra con chaqueta de tres botones. Moreno su pelo, con raya a un lado, que siempre parecía recién atusado. Calzaba una sonrisa que dejaba adivinar lo que en su día fue una dentadura perfecta, con la que obsequiaba a propios y extraños a su paso por tierra de nadie. Manejaba su brocha de vida como si de una parte de su cuerpo se tratase. Supongo que conseguía, cada vez que se sentaba frente a su lienzo, una simbiosis consigo mismo, una unión con el escenario que le rodeaba. Retrataba a todo aquel que se prestaba a ello, inmortalizaba pensamientos de aquel que se acercase a la valla que separaba el parque del pequeño río que cruzaba la ciudad, bien para alimentar a aquellos patos que se apresuraban a engullir cualquier pequeño manjar de harina, bien para fijar su vista sobre la corriente, intentando que esta se llevase los problemas que un nuevo día trajo. Yo me mantenía distante, observando cada uno de sus movimientos, como si de un enviado de Dios se tratase, aquel que poseía el secreto de la vida, aquel que encerraba pasiones de privilegiados en una lámina de hilo trenzado.

La tarde en que recorté la distancia que solía separarnos cantaban los pájaros llenando por completo el espacio que sobraba en el transparente viento, que mecía las hojas de árboles centenarios que cubrían con su sombra a los que recalaban en aquel lugar. Fue él el que, sin mediar palabra, adivinó mi presencia. En esta ocasión parecía esbozar con cálidos colores el atardecer de un sol que se escondía en el horizonte. Sin dejar ni un solo ápice de lienzo por pintar y sin modificar en ningún momento su postura original, me lanzó una lección de vida que me apresuré a atrapar.

- Si cada mañana deseas que el día que prosigue sea el mejor, no dejes que la vida te atrape en su maraña de soledades, infortunios y alegrías, se tú el que controles cada llamada del tiempo, cada canto de cualquier pájaro, cada beso que con pasión te presten, que algún día comprenderás que mantienes en tu memoria, como si de su dueño te tratases, cada momento vertido bajo el cielo justiciero. Esa es la razón por la que pinto, porque perdí muchas emociones cuando falto de experiencia me encontraba. Sólo me queda captar la felicidad de todo aquel que sin comprenderlo deja una pequeña huella en toda esta divina creación.

Tras decir esto concluyó la que, con toda seguridad, podría ser la mayor escena de vida que mano humana pudo retratar alguna vez. Le agradecí con lacónica sinceridad las enseñanzas que me transmitió en aquel parque centrado en la gravedad de los que allí nos encontrábamos; y volví cada tarde, todas las tardes que en su ciudad pasé, a ver a aquel sabio de la existencia, a sentir como la inmensidad se reflejaba en su aparatoso lienzo.

Fue la estancia en aquella ciudad la que me hizo vislumbrar la crueldad que nosotros mismos nos imponemos, la que robó de mi bolsillo cualquier definición de desgracia. Comprendí la importancia de sentirse bien con uno mismo, de resolver las emociones que no terminan de aflorar en tu pecho; que el infierno reside en uno mismo hasta que aprendes como pisar con firmeza sobre el sendero de la vida. No importa si te escondes bajo tus propios miedos, la belleza de un mundo mejor siempre está ahí fuera, acechándote, esperando el día en que salgas por la puerta de tu opinión conociendo por fin lo que eres y adonde quieres llegar. Siempre queda algo mejor ahí fuera, siempre tuve algo mejor detrás de mi olvidada adolescencia, donde no supe verter mis energías en ser lo que hoy parezco ser.

Quedaron pueblos, ciudades, campos de golondrinas y malicias de asfalto, orfanatos blancos y caballeros negros, sensibilidad bohemia y analfabetismo rural, pero siempre estuvo ahí un sentimiento, una caricia, un golpe de efecto en su momento justo. Palacios de adobe y ratoneras de mármol, el mismo cielo si realmente encuentras tu sitio en él. Y entre dimes y diretes con mi más profundo yo, recorría una y otra vez el trayecto hacía una nueva vida, dando tumbos por el tablero de la estabilidad. Del orfanato al cielo, del cielo a las estrellas con destino la mañana en que despierta un nuevo día. Así fue como la familia vino a mí de nuevo, con renovados ojos azules que robaron de mí las noches de luna llena. Y fueron aquellos ojos los que me dieron tres partes de mí que completaron mi alma, tres pequeños retoños que vuelcan mis ilusiones sobre el futuro de cada uno de sus angelicales cuerpos. Seguro estoy que por fin el jugador había movido la pieza correcta tras varios intentos fallidos.

Sólo espero que sea quien sea el que lleva el control del juego de la vida se tome el tiempo que por bien llega para no acabar en tablas. Que permita que cada uno en sí mismo pueda mantener un juego interno sobre el que barajar emociones y sentimientos.

Y allí, delante del frío mármol bajo el que reposaban los restos de lo que un día pudo ser mi padre, por fin comprendí que había pasado a ser el rey, que había llegado a dominar el juego de la vida y a disfrutar de su encantadora desdicha y su infortunada felicidad. ¡Jaque Mate!

2.- MARINA

MARINA


Es la tercera vez que suprime las dos páginas escritas. Se ha metido en un lío con los militares y sabe que tendrá que buscar más información. Se levanta asqueado y enciende un cigarro, le da dos caladas y lo estrella contra el cenicero. No quiere fumar, se supone que ha dejado de hacerlo y los cigarros ya no saben como antes. Miguel es un escritor de fama y vive de sus libros, ganó el premio Planeta hace unos años y “La luz lejana” fue un tremendo éxito de ventas, pero hoy no le sale nada bien.

En la agenda no encuentra a nadie a quien preguntar, casi todos sus amigos hicieron lo mismo que él, librarse del servicio militar alegando cualquier cosa que pudiese servir. Su cuñado estuvo en Canarias en aviación, pero no quiere llamarlo, es un fantasma que suele inventar más de lo que sabe. Busca el teléfono de la editorial para que le faciliten algún contacto, ya lo han hecho en alguna ocasión anterior, aunque no con militares.

Tiene en la mano el auricular y súbitamente lo coloca en su base. Huele a quemado. Mira el cenicero que no echa humo y se gira en redondo buscando la fuente de ese olor. Oye voces que vienen de fuera y se precipita hacia la puerta de entrada, cuando abre la puerta encuentra a Antonio en el rellano y a Marisa, sudorosa y despeinada, que acaba de subir las escaleras acompañada por un bombero. Este último viene gritando:

- Tienen que desalojar el edificio, señores han de bajar a la calle rápidamente.

El bombero sigue subiendo escaleras y se le oye gritar de nuevo mientras aporrea las puertas y los timbres. Miguel indeciso entra en casa y se dirige hacia el ordenador, guarda lo que ha escrito en el disco sobre el que trabaja siempre, y se lo mete en el bolsillo. No sabe qué más puede hacer, coge la cartera, la agenda, el móvil y las llaves; y sale corriendo hacia la calle.

Una gran humareda negra sale por la puerta del garaje, que está abierta de par en par. Miguel cruza a la acera de enfrente, donde se hallan los demás vecinos y algunos curiosos, que se han dado cuenta del suceso. Marisa le informa:

- He llamado yo a los bomberos. Miguel, no me daba tiempo de avisarte, lo siento.

- ¿Sientes el qué? ¡Marisa habla claro!

- Tu coche estaba ardiendo cuando he llegado, después de la llamada he intentado apagar el fuego con uno de los extintores, pero no ha servido apenas para nada.

Uno de los bomberos se ha acercado hacia ellos.

- Amigos, han tenido ustedes suerte por ser pocos vecinos y de que el coche consumiera gasoil. Si hubiera llevado gasolina hubiese explotado.

- ¿Quiere decir que si hubiese habido más coches al lado….?- intenta preguntar Miguel.

- Los coches cercanos se habrían prendido fuego también y seguro que algunos de ellos irían a gasolina. Habría habido una explosión en cadena.

Miguel no se aviene a lo ocurrido y pregunta de nuevo:

- El coche lo dejé aparcado ayer por la tarde ¿cómo se ha podido prender fuego? No lo entiendo. Al menos lleva quince horas aparcado.

- Nos lo llevaremos y los compañeros especializados se ocuparán de averiguarlo. No se preocupe, ellos harán un informe para la compañía de seguros. ¿Lo tiene a todo riesgo?

- Sí…sí, llamaré hoy mismo.

El bombero se despide con un gesto y se marcha. Marisa que está cansada les pide a Miguel y Antonio:

- Vamos a sentarnos al bar de enfrente, estoy muerta.


Han pasado dos horas y Miguel está de nuevo en casa. Ya han avisado al administrador del edificio para que se ocupe de llamar a peritos, pintores y lo que haga falta. Él ha decidido no dejarse llevar por el malhumor y de nuevo se sienta a escribir. El olor a quemado persiste, por la ventana abierta también entra, se levanta y la cierra pensando que seguramente habrá mala olor durante varios días. De nuevo coge el auricular del teléfono y llama a la editorial, sí… conocen a alguien, le pueden decir algo hacia las siete de la tarde ¿estará en casa? No, que pregunten en el hotel Paradyso.

Mete algo de ropa en una pequeña maleta y guarda el ordenador también. Escribe una nota para Verónica, que vendrá a limpiar al día siguiente. Llama al hotel Paradyso y no le ponen problemas, tendrá la habitación de la última vez.

Un taxi lo recoge en la puerta y lo lleva hacia el centro de la ciudad, al lado del mar. Deja el equipaje en el hotel y enfila caminando el paseo marítimo, es agradable caminar bajo ese sol de mayo y notar la brisa del mar. Clara. Si Clara estuviese allí sería perfecto. Comprueba que el móvil está en el bolsillo, pero no lo coge. Se pregunta cuanto tiempo necesitará ella para olvidar sus dudas. Él no las tiene, más entiende que le ha dado motivos para dudar de él. Sentado en un banco recuerda el último día que estuvieron juntos, cuando ella lloraba mientras cogía su ropa de los armarios, le dijo a él que necesitaba tiempo para asimilar tanta traición. Traición. Acertó a decirle:

-Esa palabra tan fuerte no puede darse a una noche alocada, cuando el alcohol enturbia la mente y te olvidas de todo.

-Te olvidaste de mí, cuando te acostaste con otra.

-Eso no es cierto, tú eres la única para mí, ella no fue nada.

Clara solamente lo miró con desprecio, con mucho desprecio. -Tengo que pensarlo- dijo. Y se fue.

Se ha sentido muy solo desde entonces y parece que ella no va a volver. Le ha mandado ramos de lirios de agua, con notas pidiéndole perdón. La ha llamado de noche cuando en la cama encontraba su lado vacío, pero ella no ha querido oír su voz. Cada día que pasa se siente más inseguro de volver a tenerla con él. Cuando lo piensa, como ahora, se pregunta como un hombre puede llegar a ser tan idiota y acabar en una noche con todo lo que más estima, con todo lo que más quiere. Ellos llevaban una vida juntos, construyéndose un futuro estable, buscando la manera de compartir más horas al día. Ahora que ese sueño comenzaba a convertirse en realidad, él en una noche estúpida, en una fiesta más estúpida todavía, embriagado por el alcohol y el deseo, lo lanzó todo por la borda y dejó que su vida navegara a la deriva.

En una terraza de un restaurante conocido del puerto, se sienta a comer a una mesa con mantel de cuadritos rojos y falda blanca. Mientras, contempla los yates y barcas de recreo que el mar mece con sus olas y oye el sonido metálico que producen las cadenas, al chocar contra los palos de las embarcaciones. Siente que es una pena que se tenga que encerrar en una habitación para escribir. Vuelve caminando despacio. En la playa hay gente tirada en la arena, algunos se han quitado la ropa para agarrar en la piel los rayos, poco calientes todavía, del sol de primeros de mayo.

Cuando llega a la habitación, se quita los zapatos y se tumba en la cama. Con el sopor producido por el paseo y la comida se queda dormido hasta las cinco y diez. Se despierta más despejado y coloca el ordenador en la mesa, ya dispuesta para el aparato, y se sienta en la silla giratoria. Deja a los militares aparcados y salta al siguiente capítulo, ahora teclea confiado. A las siete suena el teléfono, tendrá la entrevista al día siguiente a las tres de la tarde. Teclea de nuevo hasta las nueve, el texto ha avanzado bastantes páginas y se siente satisfecho. Se estira todos los músculos del cuerpo y se dirige a la ducha.

Baja por las escaleras y se encamina hacia el restaurante del hotel. Se ha vestido todo de negro, sabe que le sienta bien a sus cuarenta y cinco años y a las pocas canas que han empezado a menudear por su cabeza. Escoge una mesa en el interior que está vacío, el camarero le avisa de que cenará solo, pues en estas fechas, los clientes que aparecen quieren cenar en la terraza. Se encoge de hombros y se queda mirando al exterior a través de la ventana. Se ha tomado una copa y mientras espera que le traigan el primer plato, aparece una mujer joven que se sienta sola en una mesa cercana. No la tiene de frente, pero él ve su perfil. Tiene una bella figura enfundada en un vestido rojo, de los caros, de los que parecen sencillos y no lo son. Su melena castaña brilla bajo las luces que inciden directamente sobre ella.

El camarero le deja la carta y ella la coge y le pide también una copa. Parece que está leyendo, pero Miguel se da cuenta de que está llorando por el ligero y rápido balanceo de sus hombros. El camarero trae el primer plato para Miguel y al ver el estado en el que ella se encuentra, decide tomarle nota más tarde y únicamente le deja la copa. Miguel comienza a comer pero no está tranquilo, coloca la servilleta encima de la mesa y se levanta.

- Perdone, no quiero molestarla. ¿Puedo sentarme?

Ella lo mira a través de las lágrimas, sorprendida por su pregunta y le indica una silla mientras se seca los ojos con el pañuelo.

- No sé cual es el motivo de esas lágrimas, pero no me gusta ver la tristeza a mí alrededor, si puedo hacer algo.

Ella bebe un sorbo del vaso y fríamente contesta:

-Usted no puede hacer nada.

- Mañana no, pero esta noche puedo ofrecerle mi mesa, si usted no lo toma a mal, y mirar de que cene tranquila mientras hablamos de cosas sin importancia.

- ¿Podemos comer en silencio?

- Si es lo que desea, sí.

Los dos se levantan y se sientan en la mesa de Miguel, quien busca con los ojos al camarero. Este, que ya ha visto la escena, se acerca con otra carta para ella y recoge el plato ya frío de él. Miguel la observa leer en silencio y se dice que es una mujer muy bella. Aunque se vean tristes, posee unos grandes ojos castaños, enmarcados por unas finas cejas negras, y la piel de su cara se ve suave y aterciopelada. Piensa que ha visto a pocas mujeres con rasgos tan perfectos. El camarero aparece con el plato anteriormente retirado y ahora de nuevo caliente, y toma nota en su libreta de los platos escogidos. Miguel interrumpe ordenando:

- Para beber, llévese este vino y traiga un cava muy seco, un brut de reserva, para los dos.

Ella lo mira y asiente con la cabeza. Cuando el camarero se retira, le dice mirándole a los ojos:

- Me llamo Marina, Marina Sanpietro.

- Mi nombre es más triste, Miguel Ángel Ruiz

- ¿Cómo el escritor?

- Sí, somos familia. ¿Le gusta leer?

- Un poco. Me voy a separar. Acabo de abandonar a mi marido. Mañana cogeré un vuelo a Madrid.

- Lo siento ¿es inevitable?

Ella asiente pensativa y él cambia la conversación, comienza a contarle acerca del nuevo libro que está escribiendo su primo el escritor. Marina comienza a sonreír mientras cena y entre palabras y risas el cava se acaba. Una nueva botella ocupa el lugar de la anterior y Miguel continua la charla mientras mira satisfecho cómo se ilumina esa cara de cuadro del Renacimiento italiano. No pueden acabar la tercera botella y deciden pedir las llaves y retirarse, por la mañana tal vez puedan también desayunar juntos.

Miguel sube en el ascensor con Marina, tiene las piernas algo flojas y la vista algo turbia, pero galante, se ofrece a acompañarla hasta la puerta de la habitación. Marina, más entera, se ríe y cogiéndose de su brazo se ofrece a acompañarlo a él. Cuando llegan ella le coge la llave y lo acompaña al interior del cuarto. Él cada vez se siente más nublado, pero desea poseer ese cuerpo perfecto. Intenta desabrochar el vestido y ella le ayuda a quitarse su negro atuendo. Les ha costado un poco quitarse la ropa, pero ahí están desnudos y abrazándose en la cama mientras se buscan mutuamente los labios llenos de pasión. Miguel a duras penas se da cuenta de lo que está haciendo, su mente se halla obnubilada por el cava y por el deseo al mismo tiempo. Únicamente ve a Marina, su cabello, su cuerpo, sus senos……

Al girar la cabeza, un terrible dolor le ha retumbado por todo el cerebro, el estómago le ha dado un vuelco y piensa que va a vomitar. Abre los ojos y no ve nada, la habitación está a oscuras, estira el brazo como puede y no encuentra el interruptor. La forma de la mesita es distinta, extrañado se arrastra en la cama y busca a tientas, aún cree que vomitará, ha encontrado la clavija, la aprieta y cierra los ojos heridos por tanta luz repentina. Cuando los abre de nuevo, se acuerda del humo y de los militares – extraño tenemos el cerebro los humanos- le viene a la mente el agua del mar y busca como puede la puerta del lavabo. Esta vez se sienta en la taza para orinar, cuando termina y tira del pomo de la cisterna le vienen las arcadas y los vómitos.

Ahora se encuentra un poco mejor, se da cuenta de que está desnudo y busca el pijama con la mirada. En el suelo se encuentra arrugado su traje negro de la noche anterior. Ahora sí, recuerda a Marina y busca alguna prenda que le confirme su presencia, más no encuentra nada. Coge su ropa del suelo y caen cosas de los bolsillos, el móvil, las llaves de casa, un pañuelo, la agenda… Sigue buscando en los bolsillos, pero no encuentra su cartera. La llave de la habitación tampoco aparece. Mira debajo de la cama y de las mesas y por fin convencido se sienta y comienza a vestirse con esa misma ropa negra, que ahora no le favorece en nada.

Quiere ver la hora que es y busca su reloj, tampoco lo encuentra. Llama a recepción y pregunta, son las cuatro y media de la mañana. Pregunta por la señora Marina Sanpietro y le informan de que pagó la factura a las dos de la madrugada, el conserje cree que ya se ha ido. ¿Equipaje? No señor, sólo trajo una bolsa de mano. Gracias. En ese momento que Miguel cuelga el teléfono se abre la puerta de la habitación y Marina entra, cerrando a su espalda. Él la mira sin decir palabra, ella está sobria y serena. Le da la cartera con una sonrisa:

- He venido a devolvértela. Tu tarjeta viene un poco más vacía y tu reloj está en la muñeca de mi compañero, tú puedes comprarte otro. Te he dejado algo para que puedas pagar y volver a casa.

- ¿Qué me impide coger el teléfono y…?

- Eres un ingenuo, querido. Me di cuenta ayer cuando te vi venir por la playa. Te crees un hombre irresistible y galante, vives demasiado en tus libros. Sí, los he leído y al verte fuiste como un caramelo venido a mis manos. En tus libros he visto cómo eres y como piensas. Yo también escribo ¿Es gracioso, verdad? Si un día me editan, te mandaré un ejemplar.

- ¿Y te dedicas de mientras a hacer de prostituta?

- No me haces daño Miguel, esto para mí no significa nada. Me financia unos meses mientras escribo. Además, voy a decirte la verdad. Eché un narcótico en tu copa de cava y no llegamos a nada en la cama.

- Me hubiese gustado.

- No lo dudo, ya te digo que eres un ingenuo. Me voy. No te aconsejo que llames, si no quieres que aparezca este “asunto” en algún programa desagradable o en las páginas de alguna revista conocida. Mi amigo tiene contactos en ese mundillo y tú no tienes pruebas con las que acusarme. Marina le quiña un ojo a Miguel y caminando muy segura de sí misma, abre la puerta y sale.

Miguel se tapa la cara con las manos durante un buen rato, cuando se destapa los ojos ve la cartera. La registra, no falta nada y las tarjetas también están. Levanta la cabeza y ve su cara reflejada en el espejo. Grandes ojeras le surcan los ojos y el cabello despeinado le da un aspecto patético. Su boca comienza a moverse produciendo una mueca de risa y empieza a soltar carcajadas, ríe con ganas, le lloran los ojos, y sigue riendo. Cuando se serena coge su móvil y llama a Clara. Ella no le contesta y él deja que aparezca la voz del contestador:

- Clara, soy yo. No voy a pedirte otra vez perdón. Te llamo para decirte que estoy seguro de no volverte a engañar jamás. No quiero mujeres de una noche. Te quiero a ti para siempre. He sido un idiota.

Miguel se va a la ducha y cuando sale encuentra en su móvil una llamada perdida. Es el número de Clara.

Han pasado tres meses. Clara ha vuelto a casa y en el garaje descansa un coche nuevo pagado a medias por la compañía de seguros. Hoy ha salido el nuevo libro de Miguel Ángel Ruiz. Por la tarde Clara y Miguel cogidos de la mano se paran a mirarlo en el escaparate de la librería más cercana a su casa. Y allí está, con la mirada al frente, el pecho erguido enseñando título, sin manchas en la portada, como aquellos militares que ahora viven dentro del libro, justo en el capítulo por donde empezó esta historia.

Pero no nos vayamos aún, al lado de ese libro también hay otro de un autor que conocemos. Se titula:” Mis noches vividas” de Marina Sanpietro.