domingo, junio 11, 2006

8.- Waiting for the miracle

Waiting for the miracle


Durante cinco años he soñado con ellos casi a diario. Solo si me acostaba rendido por el cansancio o con la cabeza embotada por esa porquería que Conrad tiene la desfachatez de llamar whisky conseguía cuatro, tal vez cinco horas de sueño continuo y vacío de imágenes. Pero lo más frecuente era que, a lo largo de la noche, uno de los dos, a veces los dos juntos, aparecieran en algún momento.
Stephen solía hacerlo con su aspecto habitual: la camisa de cuadros abierta mostrando un triángulo de piel tostada por el sol, los pulgares enganchados en el cinturón que ya no podía ajustar a la cintura y el sombrero de paja que acostumbraba a ponerse cuando tenía que trabajar a mediodía. Venía hacia mí con aire de cansancio infinito, como si acabara de pasar la cosechadora por medio Iowa, y me decía con voz apagada: “Ten cuidado con el arma, Jason, ya sabes que las carga el diablo”, tal como nos decía nuestro padre. O bien me sonreía como hacía cuando éramos pequeños, cuando yo me había metido en algún lío y él venía a echarme una mano: a asustar a los gemelos Copplestone, que siempre se metían conmigo, o a disculparme ante la señora Mulligan porque había saltado su cerca para llegar antes al río. Stephen siempre sonreía arrugando los ojos y abriendo mucho la boca, se le veían todos los dientes, desiguales pero muy blancos. Entonces todo se repetía: oía de nuevo la detonación y volvía a ver su cara ensangrentada, destrozada por el disparo, sin voz, sin expresión, sin sonrisa; una vez más su cuerpo caía al suelo con un ruido sordo contra la madera del piso.
Otras veces era el desconocido de cara borrosa el que aparecía en el fondo del sueño, acercándose despacio pero demasiado lejos como para que pudiera distinguir sus facciones. Yo me empeñaba en enfocar la mirada, me esforzaba por aclarar aquel rostro con la certeza de que todo sería distinto si lograba averiguar quién era el extraño que había entrado en la casa. Pero, por mucho que se acercara, nunca lo conseguía y solo después de ver caer al intruso manando sangre por el vientre se iluminaba la escena y yo veía por fin a Tony, el hijo menor del reverendo, mirándome con los ojos muy abiertos mientras un charco de sangre crecía a su alrededor como una marea. Yo notaba en la mano el frío del cañón de la escopeta y me daba cuenta de que tenía el dedo en el gatillo, de que era yo quien le había matado.

El Jurado me absolvió pero, al parecer, no fue suficiente. Si me fui del pueblo fue por eso, porque no podía soportar las miradas de los que pensaban que no tiene justificación dispararle a un muchacho de dieciséis años aunque ese muchacho haya entrado en tu casa en plena noche y acabe de reventarle la cara a tu hermano. Yo no pensé en ningún momento que no había actuado correctamente. Si hay algo que está claro es que si alguien entra en tu casa, de noche y armado, tienes derecho a defenderte. Más aún cuando ese alguien ha matado a tu hermano porque le ha sorprendido robando y parece dispuesto a matarte a ti. Pero no conseguía sacarme de la cabeza el espanto de aquellos momentos. Yo había matado a un hombre. Era el hecho de la muerte lo que me trastornaba, no mi reacción. Quiero decir que no sentía ningún remordimiento por haberle disparado al tipo que acababa de matar a mi hermano. En todo caso, se lo había buscado. Lo que me enloquecía era haber acabado con una vida, haber causado una muerte. Me sentía como un furtivo que hubiera entrado en un terreno en el que la caza solo le estuviera permitida a Dios, como si hubiera cometido un imperdonable pecado de intromisión. En un determinado momento existe una persona, un ser humano que tiene la posibilidad de convertirse, con el tiempo, en abogado, en médico, en ganadero, en padre de familia, en solterón o en delincuente habitual y, de pronto, en tan solo un segundo, ya no queda nada. Donde antes había un cuerpo que se movía, que hablaba, que pensaba, millones de células capaces de odiar y de amar, un segundo después solo quedan ochenta kilos de carne desprovista de sentido, una carne que se pudrirá en unos días como la de los animales atropellados en la carretera. Lo que me obsesionaba hasta la desesperación era que ese tránsito brutal desde la posibilidad de casi todo a la nada irremediable hubiera ocurrido de mi mano, cuando solo a Dios compete decidir cuándo y cómo debe empezar o terminar la vida.

Llegó una mañana a eso de las nueve, con una maleta negra y un bolso de cuero tan grande que parecía el zurrón de un cazador. Supuse que acababa de bajarse del tren. El aire caliente que entró con ella anunciaba un día caluroso a pesar de la fecha, un día de esos en que todo el mundo pide refrescos y los perros, jadeantes, buscan la sombra de los árboles. Se sentó en la barra, acomodó la maleta junto al taburete y me pidió café. Le pregunté si quería tomar algo más pero negó con la cabeza.
—Las tartas son caseras —le informé.
Dudó unos segundos y al final decidió probar la de manzana.
—Ya me dirá si le gusta —dije sirviéndole un buen trozo. Tenía la cara pálida y me dio la sensación de que no había comido bien en varios días.
No había nadie más en el bar así que me quedé cerca de ella mientras la veía trocear la tarta y llevarse un pedazo a la boca.
—¿Y bien...? —pregunté.
Me miró con la boca llena y no dijo nada, pero movió afirmativamente la cabeza varias veces con expresión golosa. Llevaba el pelo recogido con una cinta verde, un bonito pelo rizado de color cobre. Calculé que tendría algo más de veinte años. Entonces fui a la cocina y regresé con un trozo de la tarta de nueces que Susan me había llevado apenas media hora antes. Susan hace la mejor tarta de nueces del condado.
—Pruébela —le dije—, es obsequio de la casa —Intentó negarse pero no dejé que se explicara— Vamos, no la rechace. Necesita comer bien, se nota que ha hecho usted un largo viaje. ¿Quiere que le haga unos huevos?
El ofrecimiento consiguió arrancarle una sonrisa y consideré que había llegado el momento de presentarme.
—Me llamo Fox, Jason Fox —dije, alargando la mano por encima de la taza de café.
—Yo me llamo Miriam —correspondió tras un segundo en el que me pareció que dudaba. Su mano era pequeña y tenía un tacto muy suave y su voz me sonó como la de un niño asustado
—¿Miriam? ¿Nada más?
—Nada más.
—Miriam es un bonito nombre. Es hebreo, ¿verdad?
De nuevo movió la cabeza afirmativamente y, de inmediato, como si se avergonzara por haber dicho demasiado, miró al fondo de la taza de café.
—¿Está de paso o... ha venido a quedarse?
Levantó la cabeza y me miró con ojos cansados. Bajó los hombros como si de súbito tuviera que soportar un gran peso y entonces comprendí que ella también estaba sola.
—No lo sé —contestó. Y no me sorprendió la respuesta.
Le serví un poco más de café.
—Si necesita alojamiento —insinué—... Roseanne alquila habitaciones. Vive casi al final de la calle... —Me perdí un segundo en sus ojos mientras me preguntaba qué la habría llevado hasta allí.—Voy a por esos huevos —dije.

A veces ocurren cosas y no podemos explicar por qué ocurren. A veces se puede caer en la tentación de creer que realmente algo ha pasado porque, desde le principio de los tiempos, estaba escrito que pasara. A veces estamos toda la vida junto a alguien y esa persona no conoce ni una mínima parte de nuestros pensamientos y otras un perfecto desconocido es capaz de obtener de nosotros la más íntima de las confesiones. A veces ocurren milagros.

Después de comerse los huevos, Miriam abrió su bolso buscando un cigarrillo y descubrió que se había dejado un libro en... no llegó a decir dónde. “¿Qué libro era?”, pregunté. “Las canciones de Leonard Cohen”. “Ah, ¿le gusta Leonard Cohen?”. Como respuesta hundió la mano en el bolso, sacó otro libro y me mostró la portada. Era “Los hermosos vencidos”. Al día siguiente encargué las “Canciones” en la librería de Spencer y una semana más tarde, recién duchado y con mi mejor camisa, se lo llevaba a la pensión de Roseanne.

Acabo de despertarme. El cielo está lleno de nubes pero el aire huele a hierba recién regada. Es uno de esos días en los que apetece salir al campo. Miriam está durmiendo en mi cama. Prepararé el desayuno, la despertaré y seguiremos hablando. Creo que ya lo sabemos casi todo el uno acerca del otro. Anoche me dijo que tal vez vuelva a escribir, que tal vez consiga quererme. Yo le conté que había matado al hombre que había matado a mi hermano.
Y, por primera vez en cinco años, no he soñado con ellos.