domingo, junio 11, 2006

3.- ¿Quién dijo que la vida es bella?

“Dios mueve al jugador y éste, la pieza ¿qué dios detrás de Dios la trama empieza?”
“Fue precipitado el gran dragón, la antigua serpiente, el llamado Diablo y Satanás, el que extravía al universo entero. Y fue precipitado a la tierra...” Apocalipsis.

¿Quién dijo que la vida es bella?

Resulta curioso, el ser humano en toda su inocua grandeza se encuentra con que basta un mero soplo de aire para desvanecerse sin dejar huella alguna; sufre un sentimiento de impotencia al creer que no es él quien dirige su vida; presente, pasado, futuro ¿Cuál es la diferencia? Disfrutan de ser el mismo manto que cobija con su invisible red de destino nuestros atemporales días. Pertenecen al mismo juego, en el que, quién sabe si por suerte o más bien por desgracia, no somos jugadores, sino meras fichas. Quién sabe que dedos celestiales impulsan nuestras decisiones. –¡Silencio! Mueven las negras.

Hubiera sentido una gran desazón contemplando aquel esbozo de su cuerpo inerte si en realidad no supiese que aquel que allí yacía, un día se hizo llamar padre. Licencias poéticas sin uso ni disfrute. De pie, frente a su morada de sueño eterno, acertaba a captar el eco de alguna conversación lejana. Todos y cada uno de los vecinos de aquel paupérrimo pueblo abandonado de la mano de Dios veían en él al padre que nunca consiguió ser, se compadecían de aquella pobre criatura que aguantó tanto sufrimiento en vida… No era mala persona, que irónica agonía. Más bien no lo era hasta el punto en que canjeaba a su hijo por su dosis diaria de podredumbre tabernera. Hasta que no sé muy bien que fuerza colocó en su boca la miel del olvido, el elixir de su inconsciencia y le llevó a maltratarme, a perder el control; el control de sí mismo, el control de su vida. Quizá es que nunca estuvo dotado de tal control, del poder de decisión que nos caracteriza a los seres humanos. Quizá una mano invisible le marcó la senda por la que dirigir sus cobardes pasos. Alguien movió la pieza incorrecta.

En el ajedrez, el más mínimo fallo te abandona a la merced de la derrota. Haciendo una alegoría con nuestro pequeño trocito de historia, batallamos en terreno tan aparentemente simple como farragoso al mismo tiempo...

-¡Papá! Por favor, para, para, te lo suplico. ¡Ahhhhh!

La brisa de mayo me devolvía aquellos recuerdos que nunca encargué, aquellos llantos y ruegos que se hundían en mi pecho grabados a fuego lento. De qué sirve saber que no mereces lo poco que tienes, si no poco es pensar que lo único que queda es entregarse rendido al viento. Un golpe tras otro, tras otro, tras otro... Dolía más el hecho de que fuese el que no pude llamar padre quien robase mi infancia, que el dolor físico que por entonces padecía. La sensación de no sentirme querido como algún día llegué a ser me carcomía por dentro, el comprobar que parecía disfrutar de cada instante en que amorataba mi piel rosada. Me reconfortaba pasear por un mundo paralelo en el que él no quería, en el que algo le impulsaba a hacerlo, donde el alcohol coronaba el final de su mano o aquel Dios se empeñaba en castigar mi manceba existencia; pero, aún así, sé muy bien que no, y le odiaba, le odiaba con todas mis fuerzas por todo el sufrimiento que me había ocasionado.

El día de su muerte comprobaba atónito en las miradas de la gente el dolor que les producía, oía los lamentos de las ancianas del lugar compadeciéndose de mi desdichado existir. No comprendían que pasaba por ser el ganador de la inconclusa partida, que me había alzado con el triunfo en aquella pequeña batalla contra el destino. El rey había caído, sin embargo, las mieles de la victoria saben a efímero placer. El pequeño peón seguía su cruzada impasible ante la adversidad.

Recuerdo cual fue el siguiente destino, una cárcel de sentimientos que todos conocían por orfanato. Aún puedo observar la llegada de aquel tren con la esperanza por copiloto. ¡Si los ojos de cielo de mi madre hubiesen estado cerca para poder contemplarlo! Decidió abandonar cuando yo sólo contaba diez dedos en mis impolutas manos. La desesperación pudo con ella, llevándose la alegría que rezumaba al movimiento de su melena de oro. Siempre se dijo de mi madre en cada rincón de aquella comarca que era el ser más bello que la creación pudo haber dado. Era su calor el que me arropaba en las noches de infantil delirio y sus manos las que conseguían calmar el llanto con un simple roce distraído. Amaba a aquella mujer a sabiendas que no me quedaba amor ni para mí, pero el que ella me daba suplía cualquier carencia de afecto ajeno. Tras su muerte fui yo quien tomó las riendas de mi vida, aquel hecho me hizo madurar de acuerdo al peso de la responsabilidad. No iba a ser mi padre el que sacase adelante a aquella incompleta familia, él tan solo se ocupaba de su preciado elixir y el placer de unas féminas vendidas a precio de infierno ¡Maldito vicioso! A duras penas el agua rozaba mi magullado cuerpo y él solucionaba su falta de inteligencia con vino y “putas”. Aún sin poner demasiado empeño reconozco los gemidos de aquellas buenas señoras que hacían de mis noches abismales liturgias en vela. Eran aquellos los momentos en que la envidia asomaba por el alfeizar del pensamiento, llamada por el ansia de aquella normalidad que observaba en cualquier querubín de las calles contiguas.

El trayecto transcurrió tranquilo. Observaba a través del cristal del flamante tren el vasto y ondulado campo que dormía en el regazo de un color dorado al viento. El sol rozaba mi cara y me producía una sensación de somnolencia, solamente interrumpida por el incesante traqueteo de la moderna maquinaria holandesa. Repasaba mentalmente quien era y quién me hizo llegar al punto en que me encontraba. Caí en la cuenta de que unos pequeños ojos me observaban con pasmosa inquietud.

- ¡Hola chiquitina!

Por entonces yo era un joven curtido por el duro trabajo en el campo. Resaltaba el moreno de mi piel al contraste con el agradable color verde de unos iris atrapados por aquel pequeño milagro de la naturaleza. Me sonreía con comedida extrañeza, como si no hubiese visto a otro ser de su misma especie en ningún momento. Su pelo reflejaba todos los matices que el sol admitía y su sonrisa pícara intuía que había captado mi atención. Enfundada en su vestido de gracia infinita, con dulzura enrollaba sus pequeños dedos en cualquier lazo rosa que encontraran a su paso. Tal vez podía ver mi infancia perdida reflejada en aquellos ojos repletos de inocencia que se escondían tras las piernas de la que, presumiblemente, era su madre.

Capitulo 2

Aquel lugar resultó ser una bocanada de felicidad en mi maltrecho corazón. El neutral blanco de la fachada de aquel edificio del siglo XV escondía la blancura de tantas y tantas vidas que vieron truncada su infancia. Edificios aparte, tras dos años de estancia en aquella suerte de columnas y vigas de madera de roble, aprendí a respetar al ser humano, a respetarme a mí mismo. Comprendí que no todos los problemas pasaban por mi humilde persona. Deseché el egocentrismo en pos de rendir más en las ilusiones ajenas que en las mías propias.

Próxima estación, la madurez. Abandonado por mí mismo una vez más, decidí que necesitaba expandir mi espacio vital tras las cuatro paredes de la que fue mi alcoba durante esos dos años. No basta con ser feliz si no buscas en esa felicidad el final de un viejo principio.

De ese modo recalé en una aburguesada ciudad, por cuyas calles transitaba el eco de una nueva mañana cocinada sobre el delirio de las nuevas generaciones modernas. Pasé por ser un gran experto en oficios carentes de experiencia y de gran remuneración económica, pero allí fue donde descubrí el arte, donde toda esa parafernalia pictórica inundaba hasta el más ínfimo escondrijo de aquella sutil madriguera. Pintores, bohemios de corazón de brocha, con sus escuetos trozos de vida reflejados en los lienzos, que escondían con gran esmero bajo el brazo mientras recorrían el camino a casa; pero realmente aquellos dueños de la belleza del paraíso del edén no contaban con mas morada que los parques de arboleda seca, que las tardes de crepúsculo dormido cerca de alguna escena de paradójico sentido. Escritores, silenciadores de las voluntades ajenas, maestros de la palabra; atrapaban historias cotidianas sobre pintores de brocha fina, sobre cortesanas de medio pelo que henchían sus abultados ropajes con las triquiñuelas de otras que, como ellas, vaciaban su vida de sentimientos para llenarlos de joyas y demás artilugios banales.

Pasaba las tardes teñidas de oro paseando por las calles de aquel laberinto de sentimientos, empapándome en las historias de transeúntes fugaces y vagabundos perennes. Recalaba en cada emoción como si fuera mía. Disfrutaba del nuevo aire procedente de Francia, la cuna de la modernidad, haciéndome partícipe del equilibrio que se estaba forjando. Cada tarde conocía un nuevo destino ajeno, desde aquella chiquilla encinta que lloraba desconsolada el abandono de su novio, hasta la pareja de enamorados ancianos que bailaban al son de los grandes músicos, que invertían su tiempo en conciliar aquellas escenas con la magia procedente de sus instrumentos de viento. Tal vez la más pelicular de todas ellas, que guardo en un baúl en mi memoria, fue la de aquel pintor de soledades.

Era cuanto menos curioso aquel individuo con bigote ingrávido que recalaba día sí, día también, en un banco de cualquier lugar llamado parque. Vestía impecablemente un traje marrón lavado a la piedra con chaqueta de tres botones. Moreno su pelo, con raya a un lado, que siempre parecía recién atusado. Calzaba una sonrisa que dejaba adivinar lo que en su día fue una dentadura perfecta, con la que obsequiaba a propios y extraños a su paso por tierra de nadie. Manejaba su brocha de vida como si de una parte de su cuerpo se tratase. Supongo que conseguía, cada vez que se sentaba frente a su lienzo, una simbiosis consigo mismo, una unión con el escenario que le rodeaba. Retrataba a todo aquel que se prestaba a ello, inmortalizaba pensamientos de aquel que se acercase a la valla que separaba el parque del pequeño río que cruzaba la ciudad, bien para alimentar a aquellos patos que se apresuraban a engullir cualquier pequeño manjar de harina, bien para fijar su vista sobre la corriente, intentando que esta se llevase los problemas que un nuevo día trajo. Yo me mantenía distante, observando cada uno de sus movimientos, como si de un enviado de Dios se tratase, aquel que poseía el secreto de la vida, aquel que encerraba pasiones de privilegiados en una lámina de hilo trenzado.

La tarde en que recorté la distancia que solía separarnos cantaban los pájaros llenando por completo el espacio que sobraba en el transparente viento, que mecía las hojas de árboles centenarios que cubrían con su sombra a los que recalaban en aquel lugar. Fue él el que, sin mediar palabra, adivinó mi presencia. En esta ocasión parecía esbozar con cálidos colores el atardecer de un sol que se escondía en el horizonte. Sin dejar ni un solo ápice de lienzo por pintar y sin modificar en ningún momento su postura original, me lanzó una lección de vida que me apresuré a atrapar.

- Si cada mañana deseas que el día que prosigue sea el mejor, no dejes que la vida te atrape en su maraña de soledades, infortunios y alegrías, se tú el que controles cada llamada del tiempo, cada canto de cualquier pájaro, cada beso que con pasión te presten, que algún día comprenderás que mantienes en tu memoria, como si de su dueño te tratases, cada momento vertido bajo el cielo justiciero. Esa es la razón por la que pinto, porque perdí muchas emociones cuando falto de experiencia me encontraba. Sólo me queda captar la felicidad de todo aquel que sin comprenderlo deja una pequeña huella en toda esta divina creación.

Tras decir esto concluyó la que, con toda seguridad, podría ser la mayor escena de vida que mano humana pudo retratar alguna vez. Le agradecí con lacónica sinceridad las enseñanzas que me transmitió en aquel parque centrado en la gravedad de los que allí nos encontrábamos; y volví cada tarde, todas las tardes que en su ciudad pasé, a ver a aquel sabio de la existencia, a sentir como la inmensidad se reflejaba en su aparatoso lienzo.

Fue la estancia en aquella ciudad la que me hizo vislumbrar la crueldad que nosotros mismos nos imponemos, la que robó de mi bolsillo cualquier definición de desgracia. Comprendí la importancia de sentirse bien con uno mismo, de resolver las emociones que no terminan de aflorar en tu pecho; que el infierno reside en uno mismo hasta que aprendes como pisar con firmeza sobre el sendero de la vida. No importa si te escondes bajo tus propios miedos, la belleza de un mundo mejor siempre está ahí fuera, acechándote, esperando el día en que salgas por la puerta de tu opinión conociendo por fin lo que eres y adonde quieres llegar. Siempre queda algo mejor ahí fuera, siempre tuve algo mejor detrás de mi olvidada adolescencia, donde no supe verter mis energías en ser lo que hoy parezco ser.

Quedaron pueblos, ciudades, campos de golondrinas y malicias de asfalto, orfanatos blancos y caballeros negros, sensibilidad bohemia y analfabetismo rural, pero siempre estuvo ahí un sentimiento, una caricia, un golpe de efecto en su momento justo. Palacios de adobe y ratoneras de mármol, el mismo cielo si realmente encuentras tu sitio en él. Y entre dimes y diretes con mi más profundo yo, recorría una y otra vez el trayecto hacía una nueva vida, dando tumbos por el tablero de la estabilidad. Del orfanato al cielo, del cielo a las estrellas con destino la mañana en que despierta un nuevo día. Así fue como la familia vino a mí de nuevo, con renovados ojos azules que robaron de mí las noches de luna llena. Y fueron aquellos ojos los que me dieron tres partes de mí que completaron mi alma, tres pequeños retoños que vuelcan mis ilusiones sobre el futuro de cada uno de sus angelicales cuerpos. Seguro estoy que por fin el jugador había movido la pieza correcta tras varios intentos fallidos.

Sólo espero que sea quien sea el que lleva el control del juego de la vida se tome el tiempo que por bien llega para no acabar en tablas. Que permita que cada uno en sí mismo pueda mantener un juego interno sobre el que barajar emociones y sentimientos.

Y allí, delante del frío mármol bajo el que reposaban los restos de lo que un día pudo ser mi padre, por fin comprendí que había pasado a ser el rey, que había llegado a dominar el juego de la vida y a disfrutar de su encantadora desdicha y su infortunada felicidad. ¡Jaque Mate!