domingo, junio 11, 2006

4.- El soldado extranjero

El soldado extranjero.

El soldado Jakto se despertó al calor de Sol. Se desperezó dentro del cartón de embalaje donde había dormido y sacó los brazos y la cabeza a la luz. Enseguida notó el bienestar y comenzó a aparecer empezando por las puntas de los dedos, las manos, las muñecas, el cabello corto y erizado, la frente, los labios… Abrió la boca para que entrara la radiación y los dientes y la lengua también se compactaron, se despertaron, se volvieron sensibles y brillaron con una sonrisa. Qué placer. Qué placer sentirse vivo otra vez, saber que Sol salía para todos, hasta para él, un extraño de otra patria tirado allí, en el suelo, dentro del embalaje viejo de una nevera, en el portal de un edificio ruinoso de la ciudad. Jakto no se cansaba nunca de Sol, que le daba calor una y otra, y otra vez, todos los días, con aquellos amaneceres lentos, blancos y pacientes.
Reptó fuera y se sentó, se alisó el uniforme verde lagarto, camiseta tejida y pantalón ancho, y se abrochó las hebillas de plomo de las botas. Llevaba botas militares extrapesadas para contrarrestar la menor gravedad de la zona: así no caminaba a saltos asustando a los paisanos. En Haveno, su lugar de origen, la gente crecía más vigorosa en razón del mayor tirón gravitatorio, y Jacko tenía mucho músculo, andaba a trancos y hacía un marcial, intolerable ruido de talones al caer. Su obligación era pasar desapercibido. El embajador de Haveno y su grupo de científicos se habían marchado en misión de diez días para toma de muestras y datos en la capital, a unos kilómetros, y a él lo habían dejado atrás vigilando el MEV blindado de transporte, pero le habían permitido pasear por los contornos como “turista”, igual que ellos. El embajador le desollaría las orejas a pescozones si los paisanos descubrían el MEV por su culpa. Como poco.
Se levantó tan alto era, casi dos metros. Sentía bienestar y no tenía prisa. Todavía resultaba un poco pálido porque Sol no le proporcionaba nunca el color fuerte que tenía en Haveno, el contraste y las sombras densas; se quedaba en un tostado difuso que se iba perfilando hacia el mediodía.
Toñi se removía en su embalaje. Era su compañera de portal; una natural del país que había conocido al principio, al llegar. Era una persona pequeña y sólo necesitaba el cartón de una lavadora para dormir: metía dentro la cabeza y el cuerpo, se encogía como un bebé y sacaba los pies descalzos por el extremo abierto. Los pies estaban calientes pero sucios de un día para otro; no le sucedía como a él, que se despertaba sólo con lo que era suyo: limpio de añadidos, polvo y organismos autóctonos. Jakto sabía que podía abrazarse a Toñi para obtener un plus de calor, pero no quería. Le gustaba estar sólo tibio. Era dulce la media energía, olvidarse de pasiones, quedarse en estado de romanticismo estable, y además, se acordaba mucho de su mujer, Shvebi, que se había marchado — ¡ay!— con el grupo del embajador. Shvebi le había comunicado que les iba bien, que el territorio poblado era enorme y la gente muy amable. Ella también se sentía romántica bajo el dulce Sol y le echaba mucho de menos. Lo que más le gustaba a Shvebi era el mar y le hubiera encantado estar en la playa con él, pero — ¡ay!— Jakto no iba a llegar a conocer aquello porque el grupo del embajador haveniano se había alejado a gran distancia de su objetivo inicial, y el MEV seguía guardado tierra adentro, en el patio de una casa de vecindad ruinosa, en una ciudad antigua que en la lengua vernácula llamaban Toledo.
Jakto hurgó en los pies de Toñi para despertarla.
—Vamos perezosa —le dijo con su acento extranjero—. Quiero comprar muchas cosas hoy.
Curioso: su garganta era menos material, se le había vuelto fina. Había cambiado el vozarrón por un murmullo educado y emitía el idioma local, que había aprendido durante el viaje, con voz de tenor. No podía gritar, ni siquiera soltar una carcajada fuerte. Era como ser otro, alguien tímido, aflautado, que nunca alzaba la voz, a quien costaba oír y que se entendía a medias.
Toñi se despertó y salió de mal humor.
—Eres un guiri bobo, Yate. ¿Cómo vas a comprar si no tienes dinero?
—Ya tendré —sonrió él y la ayudó a levantarse.
Había conocido a Toñi en el primer ocaso. La caída de Sol le había sorprendido en la calle, donde había salido huyendo de las ratas, la basura y las moscas que infestaban la casa en ruinas. “Nada de matanzas”, había ordenado el embajador… pero la vida exuberante de la zona era demasiado para él. Se rendía. Dormiría fuera.
Jakto había paseado viendo con envidia cómo hablaba la gente, mientras que él sentía la garganta débil. Daba melancolía irse a acostar sin poder despedirse de nadie pero ya quedaba poca luz y empezaba a tener frío, a ponerse más pálido, más rubio, a transparentar, y añoraba no sabía qué.
Había un grupo en un banco, dos hombres y una chica que canturreaban y bebían del pico de un envase de cartón que se iban pasando de mano en mano. Él se quedó mirando con ganas de decirles algo y ellos, cuando se dieron cuenta, lo observaron con cautela, calculando si ese desconocido alto sería hostil. Había grupos de jóvenes que patrullaban los barrios para localizar a los mendigos y los borrachos, y volvían por la noche para apalearlos y echarlos del círculo de calles que ellos protegían. Jakto, con su aspecto militar, reunía las condiciones para pertenecer a una de aquellas bandas peligrosas. Al fin, la chica, que estaba más sobria, vio que Jakto era demasiado raro, ingenuo, extranjero, y le pareció guapo. Pensó que quizá tenía dinero, calculó con los ojos cuánto le podía sacar y le hizo señas.
—Ven, guapo. Sin miedo. ¿Cómo te llamas?
Yakto tosió y tradujo al idioma de ella.
—Yate.
La chica palmoteó. Era morena, flaca, no estaba muy limpia ni muy vestida. Tenía unos ojazos negros alegres.
—¡Hola, Yate! ¿Quieres? —le alargó el cartón—. Es vino tinto.
El soldado se alegró. Hacía mucho que no le daban más que órdenes. Levantó el envase como se lo había visto hacer a ella, y un hilo morado y agrio le regó la boca y le salpicó. Tosió y tragó y el calorcito áspero le gustó. ¡Qué sensación de revivir por dentro¡ Se limpió con la mano, haz lo que vieres, y lo agradeció, sintiendo la garganta más entonada.
—Eres buena chica.
El más joven de los tipos había aprovechado la distracción para dar una vuelta alrededor de Jakto y registrarle con habilidad profesional.
—Está pelado, no porta un chavo —exclamó con rabia.
—No importa. Me gusta a mí —replicó ella rápidamente con los ojos brillantes. Hacía mucho que nadie le decía ‘buena chica’—. Ven, Yate. Tú también eres un buen guiri. Siéntate aquí conmigo, así, más arrimado. Me llamo Toñi.
Y Yakto notó el calor que ella desprendía, probó a tocarle las manos, el cuerpo, la piel irritada de la cara y disfrutó. La abrazó con bienestar.
—Qué suave, Tonyi.
A Toñi le supo rico aquel piropo educado y enrojeció.
—“Quién se la lleva esta noche / a la niña. / Con el último que llega / se va a la viña” —canturreó el compañero más viejo tocando palmas con malicia, y Toñi no se quejó porque era cierto que cuando había bebido bastante solía escoger a uno de los acompañantes para pasar la noche, el más entero y sin vapores, es decir el último que había llegado. Se abrazó más fuerte al soldado haveniano porque él era un refugio desconocido y por lo tanto mejor que todo lo que conocía.
El placer que obtenía Jakto de aquella mujer acalorada era suave. La acariciaba con las palmas abiertas, la besaba y su conciencia se mantenía despierta. Le parecía la persona más dulce que había conocido y pensaba que si los encuentros eran así en aquella zona, se estaría toda la vida allí, a la luz de la Luna, disfrutando. Le mintió a todo lo que ella le preguntó para contentarla y que no se moviera de su lado, y cuando ella le ofreció con un poco de vergüenza lo que tenía para pasar la noche, sus cartones en el portal, Jakto aceptó y se marchó con ella sin soltar el abrazo, porque quería que continuasen el calor y los mimos.
La noche no fue como la esperaba Toñi porque la calle se mostraba intranquila, paseaba mucha gente, y aunque abrazó y acarició a su nuevo amigo no se atrevió a hacer nada que llamase la atención: los vecinos podían molestarse al verlos. Ya una vez le habían impedido dormir en un portal perfecto por el simple expediente de espolvorear azufre en los rincones —se vendía para ahuyentar a los perros pero ella también era de raza sensible al olor y al escozor—. El vino que había bebido la rindió y la durmió abrazada a su compañero, soñando una gran aventura, que él se la llevaba a un mundo rico donde no había necesidades, enfermedades, trabajo, vecinos ni perros que durmieran en la calle como ella. No se enteró de que Jakto se iba rindiendo también a la fatiga, que dejaba de envolverla, la soltaba, se enfriaba, se ensimismaba, iba haciéndose más tenue… y que ni siquiera tenía fuerzas para luchar contra ella, contra la resistencia de su carne cerrada, aunque hubiera querido.

Por la mañana, Toñi se despertó confusa y no vio al soldado haveniano, pero como era normal que los hombres se le marcharan temprano suspiró y se preparó para un día igual que los demás, y fue a su puesto de trabajo a la hora en que abrían, las nueve de la mañana. Su tarea consistía en situarse fuera, junto a la puerta y abrírsela a las señoras bien que entraban y salían cargadas con sus compras; ellas le daban unos céntimos por el favor y esto era todo. No gran cosa, pero Toñi no era capaz de hacer otro trabajo, en sus condiciones. Con lo que obtenía podía desayunar y comprarse una comida al día, incluído un cartón de vino tinto, y lo que sobrara lo atesoraba en un lugar oculto y le servía en invierno para pagarse una habitación y dormir bajo techo.
Ya llevaba ganado medio jornal cuando Jakto apareció volviendo la esquina y vio cómo pedía en la puerta del supermercado. El haveniano reconoció en el acto la mano tendida, porque es la seña de identidad universal de los mendigos, y el saludo se le heló en los labios, no se atrevió, sintió lástima de ella. ¿Cómo era posible que una chica tan buena, tal cálida, con tantísimo encanto, pudiera estar viviendo de la caridad? Aquel mundo le daba sólo unas monedas desdeñosas, cuando ella sabía dar algo tan importante como calor y refugio, y por lo tanto debía ser un mundo muy loco. Él intentaría arreglarlo como buenamente pudiera.
Se arriesgó a que la gente le viera, y volvió a su nave en pleno día para recuperar el dinero que tenía como provisión, y corrió a dárselo a Toñi. Diez monedas, veinte, cincuenta…
—¿Qué es esto, Yate? ¿Es para mí? —se asombró la Toñi, que era la primera vez que veía tanto dinero junto. Se lo agradeció con un beso que a Jakto le supo a gloria y enseguida hizo planes para gastarlo en cosas necesarias—. Vámonos a comer, cariño. Vamos a una tabernita que tiene un plato del día muy rico: albóndigas de carne. Luego ya pensaremos qué más vamos a hacer con todo esto.
El soldado vio que había hecho una buena obra, la mejor, y se sintió cada vez más cálido hacia la chica flaca que comía con tanta hambre y bebía un poco de vino nada más de la botella que les trajeron, lo demás para él, para que su garganta mejorase. Qué persona tan extraordinaria era Toñi. Qué ojos.
Toñi pagó y dijo que se iba un ratito porque tenía más cuentas que saldar, pero quería hacerlo sola, y Jakto se quedó esperando al sol en el banco del primer día.
Pasaron las horas de la tarde, y Toñi no volvía. El soldado se extrañó, y después se preocupó. ¿Le habría pasado algo? Sabía valerse por sí misma pero llevaba tanto dinero en el bolsillo…. Había mucho “tsafe”, mucho ladrón. Tenía que haber ido con ella.
Pero el tiempo pasaba a pesar de las preocupaciones y de las esperanzas, y la noche cayó por completo y la Toñi no volvió a los cartones a dormir con el haveniano.
Yakto quedó desconsolado, y aún más cuando tampoco apareció en todo el día siguiente. Le había engañado. Paseó por los barrios, las callejuelas y los monumentos, a solas con su ocio forzoso, sin saber qué hacer en aquella ciudad y obligado a convivir con sus pensamientos tristes. Se sintió cada vez más abandonado y perdido. Se cruzó con muchas chicas hermosas pero no se atrevió a hablar con ellas porque podían resultarle como Toñi: muy prometedoras pero muy poco serias. Y al final volvió a su nave con hambre, se quitó las pesadas botas, abrió el intercomunicador e intentó hablar con su mujer, que bostezaba constantemente porque sentía la misma apatía dulce que le producía a él el planeta, aquel estar melancólico. Cuando se cansó de no poder hablar con nadie, se tumbó a dormir en su cama térmica, blanda, que fue lo único que le dio algo de alivio porque le descansó de los pesares y el frío que había pasado en el portal.
Toñi volvió a la tercera tarde cuando Yakto ya no la esperaba. Llegó contenta, sonriente, medio desnuda en una ropa nueva, estrecha y por una sola vez, limpia. Le sonrió, le saludó con mucha alegría —“Te he buscado por todos sitios. ¿Dónde estabas? Estaba desesperada porque no podía encontrarte, lo he pasado muy mal sin ti”— se cogió de su brazo y lo llevó charlando encantadoramente hasta el banco de la primera vez, donde le dijo que se sentara y se sentó junto a él jugando con una mano entre las suyas. Le miró con sus enormes ojos negros, profundos, y le confesó con una franqueza estudiada para darle lástima, que había ido a pagar una deuda que tenía con un individuo que le había fiado costo para revender y que la amenazaba con darle una paliza si no le devolvía pronto su dinero. Relató con detenimiento todo el daño que le habría hecho la paliza “aquí y aquí” —se señalaba un pecho pequeño pero bien formado, y luego el otro, y daba al aire una patada al vientre como la que el individuo había amenazado con darle a ella, si ella no le hubiera pagado a tiempo. Los ojos le brillaban con una cosa similar a las lágrimas de compasión por sí misma. Contó también que, cuando le hubo pagado, el individuo le ofreció más mercancía, muy buena, muy rica, y ella no se pudo resistir a probarla porque el individuo se la había pintado como lo mejor del mundo aunque luego no había sido verdad —“pobre de mí, me engañó, soy tan inocente” dijo abriendo mucho los ojazos—, y en esas pruebas y otras más alcohólicas había pasado los dos días, y había gastado todo el dinero que le había dado Yakto.
—No me queda nada, pero no importa —sonrió, zalamera—. He buscado un trabajo para ti, Yate. ¿Te gustaría hacer de hombre-anuncio? Ya sabes lo que es: llevas dos cartelones colgados de los hombres, uno al frente y otro por la espalda, y anuncias la carta de un restaurante. Como tú puedes hablar con los extranjeros en su idioma, irán muchos clientes y el dueño te pagará bien. ¿Qué te parece? ¿No es lista tu Toñi?
Y le echó los bracitos flacos al cuello, le sonrió con coquetería y le besó las mejillas bizqueando con sus ojazos negros, porque veía la cara de Yakto un poco doble.
Yakto volvió a sentir el cuerpo de ella sobre el suyo, su calor que le subía como mancha de aceite calmante, perfumado, y sus mimos, y le volvieron las fuerzas. La abrazó con hambre de su compañía y se olvidó del mundo. Estuvo besándola y mimándola hasta que ella protestó porque la apretaba demasiado y le raspaba la cara con la barba. ¿Qué iba a hacer con aquella pequeña? Él conocía unas cuantas mujerzuelas en Haveno, enérgicas, ardorosas y llenas de salud, capaces de darle alegría al soldado más empedernido, pero aquella chica tibia y mimosa le provocaba ternura y ganas de cuidarla. Era lo más agradable que había encontrado en mucho tiempo.
Y sin embargo no dejaba de ser una mujerzuela. Yakto se levantó del banco.
—Todavía tengo dinero para cenar —le dijo con el ceño fruncido, obligándola a levantarse y abrazarle.
Y la llevó a tomar un bocadillo en un lugar premeditado, una tasca donde él había olfateado que vendían vino a granel, rojo y espeso. Allí consiguió que Toñi se emborrachase del todo y luego la condujo a los cartones para cobrarse las penas que había pasado por su fuga, de la única manera que le interesaba: abrazándose a ella, sintiendo su calor hasta que le rindiera el sueño, aunque Toñi se volviese a quedar defraudada en sus ilusiones de una aventura sexual romántica. Él no quería.

Y así fue como, tal como contábamos al principio, Yakto se despertó junto a Toñi pensando en su mujer, Shvebi.
—Bobo, no tienes dinero —le había dicho Toñi, de mal humor.
Pero a Yakto le gustó incluso el mal humor de Toñi: así le costaría menos dejarla. Tenía sus planes hechos: volver a la nave y esperar que regresara la expedición del embajador, que ya venía de vuelta, y con ellos su esposa, Shvebi, con la que nunca se había encontrado burlado tan a fondo como con aquella nativa seductora.
—Ya tendré —replicó Yakto, y ayudó a Toñi a levantarse. Luego, se dirigió hacia la puerta del supermercado.
— ¿Vas a pedir? ¡No tendrás cuajo! —gruñó ella—. Mírame a mí cómo se hace y aprende, aprende, que necesito más dinero para desayunar —extendió la mano y compuso un gesto dulce con media sonrisa a la gente que entraba.
Pero Yakto la miró un rato, tranquilo, y después, sin decir nada, entró en el supermercado y la dejó en la puerta con la boca abierta. Aún le quedaban unas cuantas monedas y había visto allí dentro una cosa que le parecía un regalo estupendo. Una planta en plena floración, una flor enorme, blanca, cremosa, con un tacto fresco como para calmar un alma apasionada y enfriar un cuerpo hasta un buen sueño, con un olor a vegetación auténtica que era el perfume mejor que se podía pedir en este y cualquier otro mundo. Una preciosidad. A Shvebi le iba a encantar. Esperaba que a Toñi también.
De manera que un rato después emergió del supermercado con dos bolsas verdes de la frutería cargadas con dos grandes, espléndidas, hermosísimas coliflores en todo su apogeo.
—Toma —le tendió con cariño la mayor a Toñi, que la recibió boquiabierta.
— ¿Qué es esto, Yate? Esto no sirve para desayunar.
—Es para ti. Es la más grande y no tiene ni una sola manchita.
—¡No la quiero! —protestó Toñi, añadiendo un par de tacos para la coliflor y para el guiri estúpido—. Vuelve ahí dentro y cómprame rosquillas y vino.
Intentó devolvérsela, echársela otra vez en los brazos, pero Yakto se apartó y la coliflor cayó al suelo.
—Ah, vaya —se desilusionó Yakto, pero sólo un poco—. Era un regalo para ti. Un regalo bonito, porque me marcho. ¿No te gusta? Puedes volver dentro y puedes cambiar la flor por rosquillas y vino, pero yo no te voy a cambiar a ti y te voy a recordar toda la vida porque eres preciosa y lo he pasado muy bien contigo.
Y sin escuchar las barbaridades que le decía Toñi, se cuadró en un saludo militar contemplándola con afecto, y dio media vuelta, caminó calle abajo, y se alejó definitivamente de ella, de sus promesas y de sus amenazas, rumbo a su MEV y con grandes deseos ya de volver al cálido Haveno.