domingo, junio 11, 2006

6.- EL TRIÁNGULO DE PASCAL

EL TRIÁNGULO DE PASCAL
(dúo para narrador y wagneriana)


Cuando la contemplaba bien sabía que quería romper con todo y empezar de nuevo. Pero era un sentimiento tan intenso como irreal. Pensaba siempre en clave de música y llegaba a ser difícil comunicarse con ella.

¿Qué podía entender yo por un "ultimátum vía Beethoven"? ¿Y qué sabía o podía yo saber de los wagnerianos? Ella era wagneriana. Recuerdo perfectamente cuando me lo anunció. Discutíamos, no me acuerdo porqué, cualquier tontería supongo, y en el momento en que sintió acorralada, sin defensa ni salida, irguió la cabeza y dijo muy digna:

- "Es que soy wagneriana". "
- ¿Y dónde está eso?", pregunté creyendo que se trataba de su lugar de nacimiento, y lo peor es que ella me respondió entre mística y afectada
- "En el infinito".

Su respuesta me dejó desarmado en mi ignorancia e imaginé un pueblecito mágico, perdido y aislado de la Centroeuropa que ella amaba. Más tarde, descubrí que Wagner, el Wagner al que ella se refería, era un decimonónico compositor musical de origen alemán; y válgame si supiera que lo presento como un compositor sin más... Wagner, quintaesencia del Romanticismo, torbellino de sentimientos, innovador, genio, revolucionario...

Después de tanto tiempo, aun me costaba descifrar sus afirmaciones tonales. Últimamente, decía ella, se sentía brahmsiana, muy brahmsiana, quizá, hasta demasiado. Eso decía ella contrita, como entonando una declaración de culpabilidad de algo que yo desconocía totalmente. Ella seguía ahí enfrente en la habitación empañada de Brahms. Nunca me cansaba de contemplarla. Ahora su mirada flotaba al compás intemporal, qué lección de tensión contenida, era la amplitud de tempi, como lo dilata, lo relentiza, lo sostiene...

No, no me cansaba de contemplarla. El sentimiento de ruptura era tan denso que llegaba a golpearme desde su mirada lánguida al fondo de la habitación. Habitación preciosa y acogedora que ella había decorado. Los golpes de su mirada me decían que no podía romper las reglas, las normas. Notaba, incluso, el cuchicheo de sus pensamientos por las noches cuando leía a mi lado. Deseaba que me los dijese a la cara, con su voz, pero era incapaz. Seguía con la mirada indiferente, página tras página de libro releído. Pero no podía enfadarme. ¿Nota algo al darle forma en su cabeza? Es ella, sin duda. Sin duda, notará su rencor, como el rencor es algo sólido. Como el dolor, el miedo y el rencor se cristalizan en su mirada oscura, presagiando melancolía infinita. Por fin, volvió a mirarme, esta vez más amablemente. Sonrió. Sí, me sonrió.

- He vuelto a sacar la cabeza del agujero... – en mi cara se dibujó un gesto de asombro que no pude disimular. Ella lo advirtió y continuó solemne:

- ¡Oh, está bien! Seré más digna... A bajar del pedestal. No sé por cuento tiempo.

Había vuelto. Fue por mi mano, abierta, blanca y extendida por lo que volvió. Hice un ofrecimiento y ella lo aceptó. Tomó mi mano. Pero enseguida noté que había algo que la decepcionaba en su “regreso”. Quizá que no comprendía su risa, sus máscaras, sus metáforas musicales, sus silencios y, sobre todo, su mirada golpeándome, a veces, desde el fondo de la habitación. Quizá aquellos besos y abrazos fríos. Mis manos son grandes pero casi siempre están frías. Y me costaba acercarme y abrazarla entre esa fortaleza de rencor y silencio que la protegía. Ladeó la cabeza, decepcionada, tomó el libro releído y se devolvió a la dinámica del cuchicheo silencioso. Mi tiempo había terminado. Esta vez había sido realmente corto y sin concesiones.






Aparte de Brahms, Wagner... Wagner, Brahms... Recuerdo aquellos paseos vespertinos. Cuando la acompañaba trasgredía algún equilibrio. Nunca me lo dijo, pero en sus palabras parcas, displicentes, medidas y, sobre todo, en sus silencios, innegablemente, me hacía sentir culpable. Nunca supe porqué me llegaba a sentir tan culpable. Sin embargo, necesitaba sentirla sola, aislada, pura, destilada. En cierta ocasión, durante uno de esos paseos, me comentó -"Siento pudor, quizá debido a la costumbre del silencio".

Nunca vi a sus amigos, esos con los que se iba, con los que compartía sus salidas y a veces, además, hasta las noches enteras. Me preguntaba quién o quiénes eran los héroes que la salvarían en esas noches anónimas, o como ella diría, de esas noches anónimas. Le tenía un horror casi patológico al anonimato entre otras cosas. ¿Qué podía hacer yo al despertar y verla allí con esas ojeras, perfumada en alcohol, pero invariablemente con su entonces ya cansada y vencida mirada golpeándome? No podía enfadarme. No, no podía. Solo cuidaba de ella como se cuida a una flor de invernadero. Me prodigaba en mimos y en atenciones. Todo lo que a ella le gustaba estaba, entonces, siempre dispuesto para poder dárselo a la mínima insinuación. En esas mañanas de resaca me decía con los ojos hinchados en lágrimas, pero sin derramar ninguna, -"algo se me ha roto dentro". Entonces me rompía a mí el alma porque no soportaba verla rota.



Intenté hacerle unas fotografías que le había prometido hacía ya tiempo. Se las hice. Era de estas personas a las que a la cámara le cuesta trabajo enamorarse, o quizá era ella que hasta a la misma cámara imponía su barrera de distancia e indiferencia. No sé. Quizá era yo. De nuevo me hacía sentir culpable. Cuando se las enseñé, las miraba y levantaba sus ojos, suspirando resignada, decepcionada, y dejaba las fotografías con desgana en cualquier lado. Repetía entonces con demasiada frecuencia "la juventud me es robada y ya nada me la devolverá". Una y otra vez. Lo decía en cada frase y a cada momento. De nuevo quería romper con todo, de forma brutal y salvaje, pero no lo hacía. Cuando ya no podía acumular más tensión, más silencio, más rencor ni golpes, se iba a otro lado de esta bendita casa y se crecía sin reglas ni leyes en algo inexplicable. No sé... Yo aguardaba pacientemente. ¿Qué otra cosa podía hacer yo? ¿Qué otra cosa podía esperarse de una wagneriana? ¿es que todos los wagnerianos eran así? ¿Cómo podía yo saberlo? Yo esperaba, como digo, hasta que surgía de repente como raptada de algún punto del pasado. Era el destino, según ella. En esta fase, Beethoven era imprescindible. No faltaba. Destino esquivo. Surgía como hipnotizada por esa idea. Sin más, decidía romper con todo, cogía el bolso y se iba... pero volvería a la mañana siguiente. Esas rupturas eran insignificantes. Eran pataletas de niña abrumada. En realidad, era como una niña grande.



Cierta mañana, al despertar, no estaba. La esperé y no llegó. Pasaba la mañana, preparé el desayuno que vi enfriarse lentamente, abandonado, anunciándome el castigo. Comprendí que esta vez definitivamente era diferente. Por fin, había decidido vengarse y yo era la víctima. A mí no me pediría perdón después de la pataleta, bien sabía que no. A mí no me concedería un atenuante si cometía o había cometido un error. Me pregunté por el extraño mecanismo de la memoria, por la selectividad del recuerdo, con sus matices vivos y oníricos, también la brumosidad del olvido, oscuro y tenue. Me llegué a preguntar si el alcohol era un anestésico casi infalible de los recuerdos. Apareció entre mis pensamientos y la tormenta que empezaba a azotar la ciudad. Llovía torrencialmente, hacía viento, frío, pero era la tormenta. Apenas susurró algo en su entrada llena de dejadez y desdén. Pero pronto la noté inquieta. Era la tormenta. Empezó a hacer cosas, a ordenar libros, a cerrar ventanas, a recoger el desayuno abandonado. Lo tiró todo. Deambulaba por la casa nerviosa. No se estaba quieta. Noté como paraba con cada trueno, brevemente, mirando hacia arriba, como esperando algo. En uno de los truenos, se paró y dijo casi en un susurro, -"parece como si el cielo se estuviese rompiendo a pedazos... ¿verdad?". Y me miró. Reí, no pude evitarlo.

Al cabo de un rato, dejó de tronar. Se tranquilizó y se acercó a la ventana. Se mantuvo mirando al cielo gris. Intentaba llorar igual que ese cielo, suavemente, gotita a gotita. Lo intentaba pero sus lágrimas se habían secado. El dolor la había marchitado. La noté más abandonada que nunca en su soledad. Y del mismo, solo podía esperar el castigo de su abandono. Me miró. Larga y serenamente. Pero estos acercamientos y distanciamientos siempre al compás del deseo, del orgullo me llegaban ya a hastiar. Lo supo por mi silencio y por mi impasibilidad, y noté, clara y nítidamente, el silencioso murmullo de sus pensamientos arrastrados. Estaba también tan cansada como yo. Pero no era rencor ni la ruptura lo que la invadía ahora sino la tristeza de la pérdida consciente, el dolor del fracaso. El dolor de la pérdida... Se levantó asegurando que el dolor era particular y que no se podía compartir con nadie y que de paseo sola. Recalcó el sola con cierta dureza. Al rato se marchó de nuevo, probablemente a compartir su dolor privado con esos amigos suyos. No sé. Quise creer de todas formas que, ciertamente, se había ido a dar uno de sus paseos gélidos. Me puse a leer mientras la esperaba. Llegó la noche con la evidencia de que la esperanza es de pacotilla y que la estupidez del sentimiento también. No regresaba. Al mismo tiempo, se me escapaba algo, el sentimiento, aterrorizado ante su ausencia. Ella no regresaba, no volvía. Y no lo haría en toda la noche.




Llegó en aquella mañana y ,como siempre, me buscó a lo largo de la casa envuelta en desdén y, cuando me encontraba, me golpeaba con su mirada, ahora penetrante, cansada, recriminatoria, cargada de rencor. Yo me volví impasible y salí de la habitación. Éramos dos titanes luchando en silencio, dos pequeños estúpidos incapaces de amarse. Dos inmensos cobardes henchidos de orgullo inútil. Su contraataque no se hizo esperar, más que rompiendo, despezando el silencio. Su brahmsianismo se manifestó ante mi rebeldía de aprender de su ausencia. La segunda de Brahms había abierto la puerta del día. Aquella sinfonía rompía el silencio y me escupía tristeza anillada en su corazón. Había aparecido deseándola. Deseándola como un sueño que jamás había tenido. Cómo la deseaba. Cómo deseaba verla reír y hablar, ver su mirada amable sonreírme de nuevo. Llovía frenéticamente. Frenéticamente también aquella lluvia actuaba como un disolvente, como un corrosivo, como la ficción de la esperanza y demás efluvios sentimentales.

Hundí la cabeza entre mis manos. Intenté comprender la razón de aquella batalla sin lograr encontrarla. Contuve las lágrimas con el convencimiento de que ambos estábamos vencidos. Nunca habría un ganador. Volví resignado a la habitación que vomitaba Brahms. Ella seguía sumida en su abandono, en el desamparo. Su mirada permanecía hipnotizada, inmóvil. No golpeaba. No había ruptura ni rencor. Aquel murmullo silencioso había callado.

-¿Te das cuenta de la tristeza que hay en el mundo para que se haya hecho una música así? - dijo, repitiendo palabras de libro releído.


Siguió sin mirarme. Fue entonces cuando sentí yo un pudor repentino. Pudor al ver su alma desnuda. Vi aquel jirón de eternidad que flotaba sobre su cabeza y ante mis ojos. Era como un pequeño algodón de nieblas. Pude verla y observé que su alma estaba herida y hasta tiritaba. También tenía cicatrices. Quizá, también, estuviese enferma. Las almas suelen enfermar con frecuencia, sobre todo, de soledad, de abandono y de silencio, la había escuchado decir alguna vez. Puede que mi alma también estuviese enferma. Después de todo, ¿no éramos más que dos enfermos?¿Crónicos?¿Jamás tendríamos curación? Quizá, solo estábamos envenenados o intoxicados de la monotonía del orgullo. ¿Habría algún antídoto? El viejo orgullo venía cojeando a levantarnos falsamente un muro de autoestima de cartón piedra todos los días y por las noches el muro caía como si fuese arena ante el dolor del silencio.

Era el mordisco doloroso que todos disimulamos. Era algo carnal y cierto. Tan cierto como que ella estaba a mi lado. Callada con la mirada perdida. Tambaleaba. Sentí cansancio de la misma escena todas las mañanas. Me cansé cuando el deseo dejó paso al vacío. Cuando la tensión era ya un elástico dado de sí. Sabía que el palpitar primero, ese rubor inocente se convertía en desidia al verla ahí medio borracha de whisky barato, echando raíces que no tenía. Mientras ella, inmersa aún en el teatro nocturno, llegaba sin ganas, disfrazada de furor uterino y se sentaba de espaldas a mí, intransigente. Miré a las pisos de enfrente esperando algo. Lo mismo que hacía ella con el equilibrio mantenido a duras penas. Sí, algo como una eclosión musical. Una revolución. Un arco iris en la tormenta. La ficción de amar.

Ella no tenía pasado. Al fin pude escuchar sus cuchicheos arrastrados; por fin, la cadena del susurro se convirtió en palabra. Aquel jirón de eternidad flotaba como una pluma encima de su cabeza y me contaba cosas: “ella no tiene pasado”- decía. Quizá ya ni el recuerdo me pertenecía. Me acerqué a la ventana junto a ella. Era un día triste y desvaído, salvaje y rebelde. Éramos el cúmulo de extrañas coincidencias. Era el rincón ácido de su mente. Se había roto el lastre. Éramos un microcosmos flotando errante. Puso su cabeza sobre mí. Comprendí que la puerta de su corazón no estaba cerrada. Nos abrazamos. No sé cuanto tiempo. Mucho, creo; infinito casi. Me miró. Sonrió. Se iluminó su cara. Se acercó contra mi pecho. Puso de nuevo su cabeza entre mis brazos. Así estuvimos mucho tiempo. Abrazados.

Ella levantó la mirada. Como un mágico sortilegio vi mi alma también desnuda. Ella sonrió fascinada y levantó la mano como para acariciarla. Pude ver que también era una nubecilla de nieblas. También mi alma tenía cicatrices y una enorme herida abierta, como la de ella. Le estaba hablando. Ella escuchaba atentamente y, de cuando en cuando, me miraba asombrada. ¿Qué secretos le estaría contando mi alma? De repente, vimos que se acercaba a la suya que seguía suspendida como una pluma sobre su cabeza, Estuvieron girando la una sobre la otra, casi jugando con alegría durante mucho rato por todo el techo de la habitación, hasta que finalmente se unieron ambas y formaron una única nubecilla que se iluminaba como una zarza encendida, giraba mil colores en ciclosis.

Así estuvimos casi toda la tarde con nuestras almas unidas, flotando juguetonas y nosotros también unidos en el sofá del salón. Llegó un momento que el cansancio nos venció y quedamos dormidos. Me desperté suavemente y la vi mirarme. Volvió a mirar al techo. Nuestras almas habían desaparecido del umbral del techo de la estancia. Seguramente, se había separado y vuelto a nuestros respectivos seres mientras dormíamos. Nos quedamos mirando el techo durante un rato en silencio.

Al cabo de un rato, volvió a mirarme, a sonreír, y salió suavemente de la habitación. No mucho después, oí sus pasos presurosos hacia la puerta. Tomé un libro y me senté. Tenía que sofocar el primer vacío, inventándome una espera que cada vez era más obtusa y sórdida. Entregarme a la más grande obra que nunca habíamos tenido. Tenía que inventarme una espera. Prometía ser larga. Pero, ¿qué más podía pedir?. Ella volvería. Todo seguía igual. Era la ficción de amar.