domingo, junio 11, 2006

7.- VIAJE A LA FATALIDAD

VIAJE A LA FATALIDAD

Hay ilusiones que se cumplen y otras que se pierden, y al perseguirlas con tesón nos llevan a una inexplicable fatalidad. (Malón de Chaide)

Fue la mañana del sábado cuando Fernando se dirigía a la playa. El sol lucía con tanto esplendor que la calle parecía forrada en oro. Al descender por las escaleras del Metro la oscuridad le cegó. Pasaron unos segundos hasta que su vista se adaptó al nuevo ambiente; sabía que tenía que ir al oftalmólogo para que le revisara la vista: desde hacía un par de meses notaba unas sombras que le bailaban en los ojos sobre todo cuando estaba un buen rato leyendo.
Se sentó en un banco del andén del metro y espero a que llegara el convoy. No tenía prisa. Por su cabeza desocupada iban y venían fantasmas silenciosos, recuerdos, cosas que dejó de hacer, proyectos.
El aire del subterráneo se espesó y un ruido creciente avanzó por el túnel hasta llenarlo de ruido y viento.
En la estación se cruzaban los dos trenes, el de ida y el de vuelta, con un intervalo mínimo. Ambos en dirección opuesta.
Primero llegó el tren de la vía opuesta. Paró, abrió las puertas y siguió rugiendo. Desde el banco donde estaba Fernando esperando su convoy se veían los viajeros a través de las ventanillas iluminadas, unos cogidos a los soportes, otros sentados y leyendo, otros distraídos mirando a todos lados.
Le llamó la atención una chica que miraba con mucha atención. Primero creyó reconocer en ella a Sandra, una amiga que hacía años había dejado de ver. Luego se dio cuenta de que no apartaba su mirada de él: lo miraba como si lo reconociese. El tren no arrancaba, ajustaba su frecuencia, esperaba. Las miradas de los dos se hicieron ya insistentes y casi molestas. La chica le sonrió. Fernando correspondió con una sonrisa más amplia y se puso de pie, acercándose al borde de la vía. Por señas quiso decirle que si se conocían. Ella hizo un gesto que Fernando interpretó como quizá. La chica se arregló la melena, larga como un manojo de hierba seca. Con la lengua se humedeció los labios al menos dos veces. Fernando siguió sonriendo como un bobo embelesado interpretando ese gesto como un deseo sensual. Ella continuó haciendo unas señas que Fernando interpretó como una orden de que esperase allí, que ella bajaría en la próxima estación y vendría a su encuentro.
Fernando asintió con la cabeza y dijo sí con una voz inaudible para ella. Dio un paso y bromeando hizo gesto de tirarse a la vía como para llegar nadando hasta donde ella estaba. Sandra, celebró la broma.
El tren comenzó a moverse lentamente entre ruidos y silbidos. Sandra, acercó la mano a la boca y le envió un beso que Fernando recibió como salido de una cerbatana: con las dos manos sobre la parte del corazón hizo un gesto de herido de muerte.
En ésas estaba cuando llegó su tren. Pero Fernando no hizo ni gesto de montar en él. Al poco las puertas se cerraron y Fernando quedó solo en el andén silencioso. Plantado como un vegetal.
En su cabeza tenía claro que aquella chica, su Sandra, iba a venir a encontrarse con él. Creía en el flechazo. El amor viene sin previo aviso. Hoy podía ser su día, el día esperado.
Al entrar el siguiente tren, Fernando se levantó como un autómata. Se arregló la camisa, se subió los pantalones, se pasó la mano por la cara y se dispuso a mirar sin perder detalle.
El objeto de su esperanza era un chica de unos veinte años, con una camisola verde pistacho de tirantes, pantalones también verdosos, una melena con mechas, cara ovalada, sonrisa abierta. Sobre todo la sonrisa la recordaba como si la tuviera ante los ojos.
Bajó un tropel de gente que caminaba precipitadamente hacía la salida. Aquella abertura succionaba a los viajeros como una aspiradora mecánica. Fernando se situó estratégicamente cerca de la salida; si ella había bajado del metro seguro que tenía que pasar por allí y él la vería. Fue vaciándose el andén de personas hasta que de nuevo quedó solo.
–Bien –pensó-, no ha tenido tiempo de hacer trasbordo, tomar este tren y llegar hasta aquí. Esperaré al siguiente.
Volvió a sentarse. Quieto en el asiento se le ocurrió pensar que aunque él no identificaba aquella cara, seguro que ella sí lo había reconocido a él. Quizá una compañera de instituto o alguna que conoció en vacaciones, en aquel viaje que hizo a Londres, o una vecina del barrio que quiso ser amable. Sí, pero, ésta ha sido más que amable, me ha enviado un beso. Necesitaba que fuera verdad que la conocía, que iban a ser buenos amigos.
Fernando estaba dispuesto a esperar y a darle tiempo a Sandra hasta que terminara su trabajo o el motivo que la llevó a coger ese metro. Era sábado y él no tenía ni prisa ni obligaciones. Se dirigía a la playa cuando la vio y no quería perder una chica así por un descuido.
Estaba pensando en eso cuando miró el reloj. Había pasado un metro y estaba al llegar el siguiente. Total diez minutos. Según los cálculos que hizo, Sandra tenía el tiempo justo para bajar en la estación siguiente, salir, volver a entrar y coger el metro. Un poco justo, pero seguro que vendría en el siguiente.
El ruido de las vías, el aire que se animaba y los faros del convoy que entraban en la estación como un monstruo que llevaba en su tripa el tesoro que él esperaba lo animaron. El chirrido de los frenos, las puertas que se abrían con un movimiento atolondrado y los pasajeros que bajaban con decisión. Fernando se puso de puntillas para ver por encima de las cabezas. Buscaba una melena casi rubia con mechas, una camisola verde pistacho y una cara sonriente. Fue descartando oportunidades. No se había fijado antes pero advirtió que mucha gente mayor utilizaba el metro. ¡Y todos tenían prisa! Se empujaban, tropezaban, daban pasos rápidos y se paraban como prisioneros de una duda, actuando de forma extraña.
Sin embargo Sandra no apareció. El andén volvió a quedar no ya solitario sino desolado. Como una exposición cuando quitan los objetos expuestos y sólo queda el soporte. Fernando no padecía ningún tipo de claustrofobia pero esta vez se vio solitario, bajo tierra, y pensó que si las luces fallaran qué haría él. Bueno, estaba cerca de la salida, seguiría con calma hasta la escalera, luego giraría a la izquierda...¿a la izquierda?...da igual, giraría y otra vez cogería las escaleras y saldría a la calle.
¿No hacen los ciegos ese mismo trayecto cada día? Él lo había visto; al ciego y a su perro. Y sin necesidad de que nadie les ayudara.
Fernando cerró los ojos, dio unos pasos y cuando ya creyó que estaba saliendo los abrió. ¡Menos mal! Porque se paró a menos de dos pasos del hueco de las vías. ¡Uf!, suspiró.
-A ver si haciendo el tonto caigo en las vías y muero atropellado.
En eso apareció un vigilante acompañado de un pastor alemán y le pidió el billete. Fernando se lo entregó. El empelado lo examinó.
-Lleva usted aquí casi tres cuartos de hora. ¿Es que le sucede algo?
-No, es que espero a una persona que no llega...Quizá no nos hemos entendido bien –respondió Fernando.
Llegó otro convoy y el vigilante con su perro subieron. Los pasajeros bajaron y se dirigieron a la salida. Un chico joven rozó su brazo contra el de Fernando sin pedirle disculpas.
-Oye...
Pero el chico no le hizo caso, ni se giró.
Por un momento se distrajo pero estaba seguro que Sandra tampoco había venido en este tren. ¡Lástima!
No sabía qué pensar. Comenzó a crecerle la sensación de que se había dejado llevar por un impulso erróneo, que ella no vendría nunca y que todo había sido fruto de su imaginación y de la distancia. ¿Y si no se dirigía a él? ¿y si el beso se lo tiró a otro que estaba detrás de él? ¿y si ella es una chica dispuesta a jugar con los sentimientos de las personas y a divertirse a su costa?
Fernando pensó que él era débil de carácter. Le decían sus padres que se encariñaba pronto con la gente y eso le traería muchos problemas, que la vida le iba a dar muchos palos. Bueno; él se creía una persona normal, del montón, ni mejor ni peor. Había cumplido 22 años, y estaba haciendo un curso de técnicas de venta. Había estudiado Historia del Arte y era muy difícil que encontrara trabajo de su especialidad. Había enviado currículums vitae a muchas galerías de arte y estaba esperando la convocatoria de oposiciones para profesor de Historia del Arte, aunque le habían dicho que sobraban profesores y había pocas plazas.

Una fase eléctrica del andén falló y se quedó el recinto en penumbra.
-A ver si se va a ir la luz –se dijo.
Por megafonía, una voz neutra, cansina, avisó de que había habido una avería eléctrica en la estación del Centro y que los operarios estaban arreglándola. Ignoraban el tiempo de la reparación.
Volvió a sentarse. Apoyó la coronilla en la pared, cerró los ojos, apretó los párpados con fuerza. Vio unas estrellitas en el fondo de sus ojos. Respiró hondo.
Cuando de nuevo abrió los ojos tenía sentado a su lado un emigrante de aspecto descuidado, norteafricano, diría él. Las chanclas dejaban ver unos dedos sucios. Se había sentado demasiado cerca de él, sin motivo, pues había otros asientos libres. Fernando creyó adivinar que era norteafricano por el color cetrino de la piel.
Fernando se levantó de golpe y se alejó unos metros. Miró de reojo al personaje y vio que le sonreía. Dio unos pasos hacia él, se acercó, aunque no mucho y le preguntó:
-¿Qué quieres, paisa?
El magrebí, con esa lengua extraña que hablan los que no dominan el idioma, le respondió con unos sonidos guturales sin sentido.
Fernando se dio la vuelta, caminó unos metros y ya alejado de él, apoyó la espalda en la pared. El tren tardaba en llegar. Por lo visto la avería no era tan sencilla. Las luces seguían a media intensidad.
Caminó hacia la salida y se acercó a la valla que da acceso al vestíbulo. Se frenó. Si salía tendría que volver a pagar. Volvió al andén. Cuando llegó el inmigrante no estaba. Lo buscó con la vista. Lo descubrió orinando entre una máquina automática de bebidas y la pared.
Fernando quiso afearle su actitud pero no se le ocurrió otra cosa más que echar un euro y sacar una botella de agua. Bebió un poco y el resto lo tiró sobre los orines del incívico individuo. El agua fue corriendo como una serpiente hacia la mitad del andén y se precipitó en cascada sobre las vías.
En ese preciso instante apareció el vigilante, el mismo que ya había hablado con él anteriormente. Se le acercó.
-¿Usted ha hecho esto?
-Sí y no –respondió.
-¿Me está vacilando?
El perro iba con bozal y atado corto pero levantaba la cabeza y lo husmeaba. Aquel tono de voz lo ponía en guardia, seguro.
-No me malinterprete, es que he visto a uno que se ha orinado en el rincón y para que no oliera he tirado agua.
El vigilante quedó algo desconcertado. Seguro que pensó que Fernando no estaba bien de la chaveta.
-¿Es usted empleado del servicio de limpieza del Metro, acaso? ¿o es que se siente un samaritano? Porque sabrá qué es un samaritano, ¿no?
-Por supuesto que lo sé y mejor que usted...Soy licenciado en Historia del Arte.
-Pues tendré que denunciarle por ensuciar un espacio público. Lo siento. Deme su DNI.
El vigilante habló por un teléfono portátil y enseguida apareció otro compañero. Entre los dos vigilantes y los dos perros rodearon a Fernando de modo que no pudiera escapar.
Tomaron nota de su filiación y le entregaron un papel copia para que firmara. Fernando hizo un garabato. Le entregaron la copia y se alejaron unos metros sin perderlo de vista.
Fernando examinó el papel: lo sancionaban con 50 euros por haber miccionado en un lugar público.
-Oiga, que yo no me he meado en ningún lugar público, yo sólo he tirado agua de esta botella porque aquel individuo...
Al girarse en busca del individuo se dio cuenta de que había desaparecido.
-¿Saben qué les digo?, que ya la pagaré y ustedes perdonen.
Fernando se dirigió a la salida. Pasó la valla, subió las escaleras a pie porque las automáticas no funcionaban, hoy tampoco, anduvo unos metros y giró a la izquierda -¿ves?, se dijo, estaba en lo cierto, era hacia la izquierda-, subió un tramo más de escaleras y ya avistó la calle.
La luz de la calle lo deslumbró. Miró el reloj. Había permanecido en el subsuelo dos horas y diez minutos. Y Sandra sin aparecer ni señales de ella, en cambio llevaba una denuncia de 50 euros. Haría un recurso y explicaría los hechos. Y por si fuera poco se dio cuenta de que iba a la playa a tomar el sol unas horas y le había pasado el tiempo, la playa y las horas y ni playa ni tiempo ni Sandra.
Caminó sin rumbo un rato, arriba y abajo, desorientado, sin decidir qué hacer. Una emigrante rumana le puso ante los ojos un papel que solicitaba su firma para ayuda a los sordos. Rellenó sus datos y firmó. Al terminar le pidió una ayudita, todo por señas. Le dio un euro. Una señora que pasó por allí le dijo que era una estafa, que aquella chica ni era muda ni existía ese Centro de asistencia a los sordos.
Fernando iba a decirle y usted cómo lo sabe, pero se puso a caminar de nuevo hacia arriba. Al poco vio cómo la chica estratégicamente sorda se unía a otra con otro papel y cómo hablaban animadamente y se mostraban las monedas. ¡Pues la señora tenía razón!
La desazón comenzó a hacer mella en Fernando. O tenía un día tonto o era idiota, se mire como se mire. Ni playa, ni Centro de recuperación, ni Sandra...
-¿No me habrá quitado la cartera? –Y se llevó rápidamente la mano al bolsillo trasero del pantalón-.
Menos mal, no había sucedido nada.
Pero los hechos lo habían puesto nervioso. Con el día tan limpio que hacía. Hasta un gorrión daba saltos picoteando algo del suelo.
Decidió volver a entrar en la estación del Metro.
Mientras bajaba las escaleras se le ocurrió pensar que estaba haciendo el paripé, que no había ni una posibilidad entre un millón de que Sandra volviera y se encontrara con él.
Introdujo el billete, marcó y pasó la barrera. Cuando ya estaba en el andén, ante las vías, se dio cuenta de que estaba en la dirección equivocada: había entrado en el andén de bajada, en el que estaba Sandra cuando se vieron. Si regresaba a su casa no cogería aquella dirección sino la de vuelta, es decir, la que daba justo al otro lado.
Caminó cabizbajo por el andén sin saber a qué atenerse. Daba pasos encorvado, con las manos enlazadas a la espalda, pensativo. La sangre le golpeaba en las sienes como le sucedía siempre que pensaba intensamente en algo.
Tenía ganas de orinar y se acercó hacia el final del anden, justo donde empieza el túnel. Se encaró a las vías y se puso de espaldas al andén. Como había poca luz estaba seguro de que nadie lo vería. Lentamente se alivió con un chorro largo y potente contra la oscuridad del túnel. Terminada la operación estuvo unos instante disimulando y cuando ya lo creyó oportuno caminó hacia la luz.
Vio un vigilante con su perro y le subió a la cara un ahogo. Lo negaría todo, le dijera lo que le dijera y lo acusara de lo que lo acusara, además no iba el vigilante a bajar a comprobarlo.
Pero el vigilante no estaba por la labor de advertirle nada. Fernando se miró el pantalón y vio que se había mojado un poco. Se dio la vuelta y disimuló.
Pasó una sola unidad de tren con gran estruendo y a toda velocidad. Iba vacía. Seguramente se dirigía a la cochera. La avería no estaba aún reparada por lo visto.
Fernando comenzó a pensar que ya estaba bien de hacer el ingenuo, que lo mejor que podía hacer era marcharse a casa y dar el incidente por terminado. Ya había tenido suficientes desdichas. Se sentó, bajó la cabeza y se la cogió entre las manos. Se apretó bien los pulsos. Tenía un poco de jaqueca. Todo le había salido mal.
Oyó cómo un convoy entraba en la estación, enfrente, en dirección contraria. Se puso en pie. El corazón le dio un salto. Allí estaba Sandra, en pie, mirándolo con la sonrisa abierta. Le hacía gestos que él interpretó como qué mala suerte que no estés aquí. Con la mano hizo un movimiento como para pedirle que bajara en la siguiente que él iría a buscarla. Ella asintió con la cabeza.
El tren arrancó y Sandra le volvió a tirar un beso con la mano. Fernando se lo devolvió. Ella sonreía abiertamente. Eso le animó. Por fin iban a encontrarse.
Cuando la oscuridad engulló el último vagón, Fernando se precipitó escaleras arriba hacia la calle. No le importaba caminar el espacio que había desde esta estación de metro hasta la siguiente parada donde lo esperaba Sandra. Era buen deportista, joven y rápido. Así que ya en la calle comenzó a correr como si hiciera un ejercicio de footing.
El sol caía con pesadez sobre sus espaldas y pronto comenzó a sudar. No importaba. Nada tenía importancia ante la certeza de verse con Sandra. En menos de diez minutos ya estaría junto a ella, sudado, pero junto a ella. Tendrían muchas cosas que explicarse.
Tardó en llegar más de lo previsto y al bajar al subterráneo su cuerpo agradeció la humedad de la sombra. Buscó con la mano la cartera en el bolsillo trasero para sacar el billete pero no la encontró. ¡Maldita sea! Con la carrera se le habría caído. Bueno, saltó por encima de la barrera y se dirigió al andén con la seguridad de que allí estaría Sandra esperándolo.
Pero en vez de Sandra volvió a encontrarse con el vigilante de la primera vez y su perro.
-Hombre, tú por aquí... Y ahora saltando y sin billete. A ver, la documentación.
-He venido a la carrera y se me habrá caído...Usted sabe que hace unas horas la tenía...la he perdido.
-La vergüenza es lo que has perdido. Voy a tener que avisar a los policías.
Habló por el telefonillo y le dijo a Fernando ¡espere! Le quitó el bozal al perro que se sentó frente a Fernando en actitud vigilante.
-No haga gestos bruscos y no se le ocurra escapar porque el perro es más rápido que usted.
El vigilante seguía hablando por teléfono.
En un descuido Fernando dio un salto y se tiró a la vía. El perro se lanzó tras él. Pelearon. El convoy estaba entrando en la estación. Se oyó un aullido y un golpe brusco.
Hay ilusiones que se cumplen y otras que se pierden.